(Madrid)
El escritor Manuel García Rubio, autor de "Sal" publicada por la editorial Lengua de Trapo escribe acerca del por qué de los nombres de los personajes de sus novelas:
Por qué mis personajes se llaman como se llaman (III)
La herencia mágica de la religión
Hasta ahora he dado un repaso a algunos de los elementos definitorios del saber mágico, caracterizado, en el esquema que Lukács desarrolla en su “Estética”, por el predominio de tendencias materialistas espontáneas. En este sentido, el saber religioso supone un grado más avanzado de civilización en cuanto supera aquellas tendencias atávicas, aunque sea en aras de una visión idealista o antropocéntrica del universo.
Con todo, el salto cualitativo que implica la religión respecto de la magia es, inevitablemente, dialéctico. Arrastra consigo, por tanto, algunos de los elementos mágicos que acabo de reseñar. Así, el poder sobrenatural de la palabra permanece. “En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios”, comienza el Evangelio de San Juan. El nombre de Dios (el Innombrable, por cierto) está especialmente protegido: el segundo mandamiento de las Tablas de Moisés prohíbe usarlo en vano, aunque “aleluya” (“hallelu-Ya”, versión truncada de “hallelu Yahvé”, o sea, “alabemos al Señor”) fuera uno de los recursos que permiten su utilización sin represalia alguna para quien lo pronunciara.
Sigamos manteniéndonos en los límites del nombre propio. Éste posee tales facultades (no mágicas, sino ahora religiosas) que, mediante su invocación, pueden obtenerse resultados milagrosos. Juan Cueto cita, en “Los heterodoxos asturianos”, un fragmento del tratado “Sobre prácticas de conjurar en que se contienen exorcismos y conjuros contra los malos espíritus de cualquier modo existentes en los cuerpos humanos”, escrito por un tal Fray Luis de la Concepción. Según éste, el exorcista debe demandar y obtener del demonio su nombre. “Si el demonio no dice su nombre, el exorcista llámele Lucifer, como jefe, para que éste reciba los insultos (…) que en un brasero un papel con el nombre de Lucifer, y llame al demonio cobarde”. Sabido es, por otra parte, que, en el nombre de Dios, o en el de Cristo, los hombres pretenden alcanzar objetivos de toda clase, no exclusivamente religiosos. Hasta tal punto es así que el propio nombre de Jesús ha sido objeto autónomo de devoción por parte de un franciscano que terminó en los altares: San Bernardino de Siena.
Así pues, el nombre posee, en la tradición cristiana, un valor taumatúrgico y, por ello mismo, forma parte sustancial de las ceremonias de purificación de dicha tradición, vale decir, del bautismo. El bautismo es el primero de los sacramentos de la Iglesia, borra el pecado original, da la vida de la Gracia y convierte al bautizado en miembro de aquélla. Este último aspecto es el más interesante por lo que respecta a nuestro asunto, por cuanto el sacramento del bautismo impone al individuo un nombre de pila (de pila bautismal, se entiende) sometido a determinados condicionamientos. En concreto, el nombre propio ha de estar sacado del Antiguo Testamento, del martirologio, de los ángeles o de algún misterio cristiano. Así, Saulo será ahora Pablo. El bautismo, pues, atribuye una impronta indeleble, un estigma identificador, que pone al bautizado en contacto con Cristo, censándolo en el Cuerpo místico. (Por cierto, desde el Concilio de Trento y durante siglos, el registro bautismal fue, de hecho, el único registro civil en casi toda Europa). Por consiguiente, lo que se pretende con el constreñimiento de la libertad de nominar es una adscripción homologada y eterna, de orden mágico más que religioso, del individuo a la Iglesia. Este constreñimiento es aún más riguroso en el caso de la entrada en alguna comunidad conventual o monacal, con la exigencia de renuncia al nombre en siglo o propio y la imposición de uno nuevo, sometido a advocaciones explícitas.
Con el nombre propio de las personas se reproduce, por tanto, una de las constantes del saber y del poder mágico y religioso: la represión institucionalizada del pensamiento en cuanto manifestación contactual (de contacto). Por eso, aceptar la imposición de un nombre cristiano implica igualmente aceptar la propia impureza y el rechazo de toda posible contaminación futura (se requiere, al menos, contrición imperfecta). El bautismo, entonces, nos purifica y nos somete al dictado de la conciencia, vale decir, del super-yo. Y lo hace, además, por antonomasia: es, en realidad, el primer y único medio de llegar a ese verdadero sometimiento.
Una forma benigna de neurosis colectiva
A la vista de todo cuanto antecede, la explosión de nombres propios exóticos admite una interpretación algo más benévola del fenómeno que la que apuntaba como posible al comienzo de mis comentarios. Digamos, sin temor a la exageración, que la ruptura del corsé jurídico-religioso que constreñía la capacidad individual en punto tan trascendente como el de la libertad para nominar ha dejado el camino abierto a un subconsciente ansioso de pensar sin límites, es decir, de tocar. Estamos, pues, ante una forma benigna de neurosis (délire de toucher, recuerdo ahora) colectiva, caracterizada por las búsqueda de un equilibrio de los impulsos instintivos, coincidente en el tiempo con el desmantelamiento de una moral positiva, férreamente retrógrada y conservadora. Este fenómeno ya se había manifestado en España, pero de forma localizada, en ámbitos culturales más abiertos, cuales son el cinematográfico y el de la música moderna, en los que muchos actores, actrices y cantantes renunciaron a sus nombres de pila para adoptar otros que, buscando la comercialidad, caían de hecho en la sugestión sensual. Pensemos en los que ocuparon la primera línea de la cultura de masas durante la transición democrática: Ágata Lis, Norma Duval, Massiel, Bibi Andersen. La utilización (incluso con fines eróticos) del nombre propio ha llegado a la mismísima industria juguetera, que en plena transición opuso a la melosa Barriguitas una despampanante Barbie, titular, por cierto, de un ajuar de escándalo.
Así las cosas, la influencia de culturas foráneas que nos llegan a través de los medios de comunicación estaría limitada a constituir una de las fuentes de suministro de nombres exóticos, pero no sería, per se, el origen del fenómeno, el cual se hallaría en estratos mucho más profundos del inconsciente colectivo. Una investigación sociológica seria tal vez podría establecer vínculos significativos entre focos de influencia y capas o grupos sociales (no todos los estamentos se nutren de las mismas fuentes con idéntica fuerza) pero, en todo caso, señalaría las matizaciones emotivo-estéticas y eróticas como constantes de esta curiosa manifestación neurótica que vengo comentando, dicho quede sin ánimo de ofender.
Urbano, Anselmo, Faustino, Moncho
Así pues, uno ya puede llegar a algunas conclusiones. A mi juicio, la proliferación de nombres exóticos en nuestro Registro Civil (que, hasta los años 80, era aburridísimo) es un fenómeno que, acaso de trascendencia menor, no puede por ello pasar inadvertido a filósofos y sociólogos, cuando menos. Por supuesto, tampoco a los escritores, para los que el nombre de sus personajes debe ser, siempre, muy importante. Por mi parte, yo me atrevo a sostener que:
1. la crisis, gestada largamente, de la familia nuclear monogámica, así como el debilitamiento de la religión católica como referente cultural y, de pronto, la liberalización jurídica en materia de filiación, junto con el impacto que, desde los primeros años de este siglo ha tenido el flujo inmigratorio, podrían haber dado lugar a este fenómeno de reacción de orden psicosocial;
2. el magma en permanente fermentación que, en este asunto, sale eruptado es el del instinto sexual secularmente reprimido; y,
3. las culturas foráneas cumplen, en el proceso, una función meramente coadyuvante.
Desde estas conclusiones, me viene bien citar ahora a Zygmunt Bauman, quien, en un artículo titulado “¿Qué hay de malo en la felicidad?”, publicado en el último número de la revista “Claves de razón práctica”, habla de la moderna transición desde una sociedad de la ‘adscripción’ hacia una sociedad del ‘logro’, es decir, “desde una sociedad en la que las personas ‘nacían’ con una identidad, a una sociedad en la que la construcción de una identidad es tarea y responsabilidad de cada uno”. Urbano, Anselmo, Faustino y Moncho, los personajes de Sal, gente corriente que se siente encorsetada en su pueblo natal, en el que su identidad se hallaba bien definida, llega un buen día a la gran urbe de Madrid en busca de su felicidad, y, de pronto, se encuentra con un mundo cosmopolita y aparentemente libre, donde campan otros personajes con nombres exóticos: Gladstone, Sabrina, Michele, Graciela, Simondebovuá. (Anselmo ya intuía que el mundo seguía esa ruta, y por eso decidió llamarse Ánsel desde jovencito). Se trata, en efecto, del mundo de la adscripción (en el que el nombre actúa como credencial) irrumpiendo en la sociedad del logro (en la que el nombre pasa a ser una etiqueta).
Vengo insistiendo en que, para mí, la novela es el género de la gente corriente que desea afirmarse a sí misma, y eso hay que defenderlo mediante la construcción adecuada de todos sus elementos, incluido el nombre de los protagonistas, y aun a riesgo de no aliviar el délire de toucher de los lectores.
En Sal intenté escribir una novela tierna pero no complaciente, qué le vamos a hacer.
(c) Manuel García Rubio
www.lenguadetrapo.com
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