Acerca de Araceli Otamendi, escritora y directora de Archivos del Sur

lunes, 4 de mayo de 2009

Cuento: En el muelle -I (Tardes de madres)


En el muelle -I

¿Quién sabe siquiera qué piensa o qué desea? ¿Quién sabe qué es para sí mismo?

Fernando Pessoa



Puede parecer extraño tejer en el muelle pero esa mujer teje. Cerca de ella un hombre con el ceño fruncido sostiene una caña de pescar. El río está encrespado, hay viento y las olas golpean fuerte la madera de los pilotes. Me gusta estar ahí sentada al sol, no me gusta pescar. No me gusta ver cómo salen los anzuelos ensangrentados y los peces boquiabiertos y moribundos dan los últimos coletazos ahí, en los listones del muelle. Pero me gusta la tranquilidad del río y el silencio. No dura mucho el silencio porque la mujer entabla conversación:
— ¿Vino sola?
— Sí, digo.
— ¿Le gusta la pesca?
— No, nunca me gustó, pero mis hijos antes pescaban, ahora ya no les gusta.
— Ah, tiene hijos.
— Sí ¿y usted?
— También, tengo dos.
— ¿De qué edades? —le pregunto.
— Ya son grandes —dice, y agrega enseguida:
— No tanto.
La conversación se interrumpe cuando el hombre que está pescando se acerca y toma unos mates. Me mira, sostengo un libro y eso parece intrigarlo. La mujer también toma unos mates. Cuando el hombre se aleja a tirar nuevamente la línea al agua la mujer vuelve a conversar.
— Mis hijos son grandes, dice, el varón es más grande y la nena es menor.
— ¿Estudian? —pregunto, siguiendo la secuencia lógica.
— El varón no —contesta—. La nena sí, es muy buena alumna.
La mujer tiene un aire cansado, teje, y cada tanto levanta la vista del tejido y mira hacia donde está el hombre pescando. No sé por qué sigo con las preguntas:
— ¿Su hijo trabaja?
— Sí, sí, trabaja.
— Entonces está contenta
La mujer me mira con aire resignado, levanta un poco los hombros y se acerca a mí y me dice en voz baja:
— Preferiría que estudiara
— Sería mejor que hiciera las dos cosas —digo.
— No me terminó el secundario —dice—. Se quedó con materias y las rindió varias veces mal.
— Pero está contento con lo que hace ...
— El sí, yo no...
— ¿A qué se dedica?
— Es stripeer —dice en voz baja.
— Hay muchos —digo—. No tiene nada de malo.
La mujer respira aliviada. Ahora es ella la que quiere seguir contándome.
— Me tiene harta.
— ¿Por qué?
— Todo lo que gana se lo gasta en vestuario y en peluquería.
— ¿Es para tanto?
— Trabaja de noche, no sé la novia cómo lo aguanta. A las mujeres les gustan los stripeers.
— Después de todo es un espectáculo —digo.
Pero la mujer hace silencio. El marido ha vuelto y me mira con desconfianza. Después la mira a ella también con desconfianza, como si no quisiera que siguiera hablando. El hombre ha dejado la caña recostada en el muelle y ha vuelto a sentarse al lado de la mujer. Toma unos mates y se va. Algunos soles diminutos parecen brillar debajo del agua. Las siluetas de los edificios se ven clarísimas, parecen sombras recortadas en el cielo color azul y gris de la tarde y el murmullo del agua golpeando la madera del muelle nos acompaña.
— Hace dieta, le tengo que preparar la dieta, ciento cincuenta gramos de carne con verdura, no puede comer otra cosa.
— Tiene que cuidar el cuerpo —digo.
— Hace gimnasia varias horas por día. Y también va a la peluquería, le hacen un peinado especial, le tiñen el pelo de colores. A mi marido le costó acostumbrarse a eso.
Lo miro al marido pescando, mirando a lo lejos, con el ceño fruncido y pienso que sí, que le debe haber costado.
— ¿Cómo fue que decidió hacerse stripeer? —digo.
— Un amigo de él, un compañero de escuela empezó y él fue a verlo. Le gustó y así empezó.
— Leí en una revista que es una profesión creativa, se hacen un vestuario, crean personajes.
— Sí, eso sí, —dice la mujer—. El tiene varios trajes.
— ¿Usted fue a verlo?
— No, yo no fui. Y mi marido tampoco quiso. Para él es una locura. Ahora se pelean menos, yo ya me acostumbré, pero estoy cansada.
— La entiendo —le digo—. No es fácil tener hijos adolescentes.
— Disculpe —dice la mujer—. Cuando no le hablo es porque mi marido me está mirando, a él no le gusta que hable de estas cosas.
La mujer sigue tejiendo durante un rato más, el hombre sigue concentrado en la pesca, a veces hay pique y saca algún bagre. El pescado se agita en el aire, mueve las aletas furioso hasta que el hombre le saca el anzuelo y lo tira sobre el muelle. Pero no dura mucho ahí, un gato negro, habitante de este lado del muelle se adelanta y lo agarra con los dientes, lo lleva a un rincón y lo va mordiendo y lo come hasta que no queda nada.


© Araceli Otamendi

El cuento En el muelle - I pertenece a la serie de cuentos "Tardes de madres" de Araceli Otamendi

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