(Buenos Aires )
Quiero destacar a todos los lectores de la revista, que me siguen, algunos día a día, y son anónimos, casi nunca dejan un comentario que después se publique, porque como me ha dicho uno de ellos, es tímido y no se anima, pero sí escribe y me comenta a diario lo que publico. Y otras veces, es una pequeña esquela, que me envían vía correo electrónico, para decirme que tal o cual nota les ha gustado, o lo que les parece. Entonces, así, me siento acompañada en este trabajo de la revista que vengo haciendo desde hace casi nueve años. Entonces ya uno los considera amigos, en el sentido del que hablaba Marguerite Yourcenar acerca de la amistad, esa de la cercanía y el trato diarios, esa amistad que en los pueblos se conoce muy bien, porque uno se ve todos los días con el vecino, con las personas que viven cerca, y yo pienso también que la amistad es eso, estar cerca, en este caso con la lectura y con el intercambio de palabras.
En el libro Enemigos públicos, un diálogo entre Michel Houellebecq y Bernard Henri Lévy publicado por la editorial Anagrama, este último destaca a los corresponsales anónimos. Dice acerca de ellos: “Pienso en todos los corresponsales anónimos que me escriben cuando aparecen mis libros o salgo en la radio o la televisión, o incluso así, sin motivo, sin una causa especial, sólo para animarme, apostrofarme, decirme que les ha gustado tal artículo y que les ha gustado menos tal otro, pero que hay que continuar, no ceder, aguantar: me acuerdo de Elsa Berlowiz, una mujer sin posición, pero no sin cualidades, cuyos faxes he acabado esperando, con el corazón palpitante, después de cada una de mis prestaciones (el día en que un puñado de amigos nos reunimos para dispersar sus cenizas en la rosaleda de Bagatelle fue como si hubiese perdido un apoyo del peso de Bernard Pívot o Josyane Savigneau, ¡que ya es decir!); me acuerdo de otra mujer a la que nunca he conocido, de la que sólo sabía que se llamaba A., quizás Aline, y que me escribió todos los días, de verdad todos los días, durante veinte años, sin más, para comentar mis hechos y mis gestos o decirme algo sobre una página de mis libros, mandarme una anotación de lavandería, un trébol de cuatro hojas, un artículo recortado (un día, al volver de vacaciones, y echando pestes ya contra las treinta o cuarenta cartas, una por día, que me esperarían, como cada fin de verano, y que tendría que recorrer en diagonal, cuando menos, no encontré ninguna; un poco más tarde comprendí, gracias al mensaje de un pariente, que había muerto; y la muerte de una persona a la que nunca había visto, de la que sólo conocía la voz escrita, apenas el nombre de pila, me abrumó, igual que la muerte de un familiar)…”.
Y acerca de los lectores en Internet, el filósofo Bernard Henri Lévy, dice:
“…Esa comunidad inconfesada de aliados surgidos de ninguna parte y de todas, esos amigos que nos salvan la vida, ese pequeño ejército de sombras y de luz que leen un extracto de aquí, un fragmento de allá, y que al final todos ellos pesan tanto, se lo aseguro, …”.
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