Acerca de Araceli Otamendi, escritora y directora de Archivos del Sur

domingo, 15 de mayo de 2011

Escritoras y escritores que más que escribir hablan



(Buenos Aires)

En la edición del domingo 8 de mayo de la revista El País Semanal, se publicó una nota titulada El triunfo de una perezosa, donde se cuenta la historia y se presenta un personaje neoyorkino, la escritora Fran Lebowitz como una de las caras más genuinas de Nueva York. El documental “Public Speaking” de Martin Scorsese retrata a una mujer que lleva tres décadas sin escribir, pero que ha hecho de su bloqueo una exitosa carrera.

Fran Lebowitz, quien se instaló en la Gran Manzana a los 18 años tuvo varios oficios, por ejemplo, fue taxista, pero su aversión al trabajo y su entrega a la pereza le impedían que estuviera en ellos más tiempo del necesario para obtener el dinero para el alquiler.
Amiga de Graydon Carter, el director de la revista Vanity Fair, la nota  la muestra en fotografías junto con  Andy Warhol y Paloma Picasso.  A los 61 años, Fran Lebowitz  se ha convertido en uno de los íconos más originales, sarcásticos y afilados de Nueva York. “Me encanta hablar, y nunca me he planteado si se me daba bien o mal” dice en una de las primeras escenas de Public Speaking.
Lebowitz, quien se bloquea cuando le encargan escribir un libro, asegura que la confianza en sí misma no se tambalea, aunque no escriba. Las lecturas públicas y la campaña de promoción de sus dos libros mostraron su talento innato para hablar subida a un estrado, afirma la nota.
A partir de la lectura de esa nota recordé a Samuel Taylor Coleridge (1772-1834) el escritor inglés de quien Borges hablaba en sus cursos. Porque Coleridge era un escritor que lo que hacía era hablar, dar conferencias y no escribía mucho. Borges lo presenta a Coleridge como un personaje novelesco. Henry James se inspiró en una de las primeras biografías de Coleridge  para escribir el cuento “La Fundación Coxon”.
El protagonista de este cuento es un hombre de genio, un conversador de genio, que pasa la vida en casa de sus amigos. Éstos esperan de él una gran obra. Saben que para ejecutar esa obra necesita tiempo y descanso. Y la heroína es una chica a quien la suerte le pone en las manos la elección del candidato para esa fundación, Coxon, dejada por una tía suya, Lady Coxon.
La chica sacrifica la posibilidad de su casamiento, sacrifica toda su vida para que la persona que reciba esa fundación sea el hombre de genio. Éste acepta esa anualidad, que es considerable, y luego el autor nos deja entender que el gran hombre no escribe nada, apenas deja algunos borradores. Y lo mismo,  dice Borges, podríamos decir, de Samuel Taylor Coleridge.
Coleridge fue el centro de un círculo brillante, el de los llamados “poetas laquistas” porque vivían en las inmediaciones de los lagos.
La obra de Coleridge, dice Borges, que abarca muchos volúmenes, consta en realidad de unos pocos poemas – poemas inolvidables, eso sí- y de algunas páginas en prosa. Algunas están en la Biographia Literaria, otras pertenecen a las conferencias que dictó sobre Shakespeare.
Borges, al introducir en su curso a Coleridge, encuentra al examinar la obra del escritor inglés, que  es “no pocas veces ininteligible, tediosa, plagiada también”.
El escritor argentino afirma que lo que más le interesaba a Coleridge era el pensamiento más que la escritura del pensamiento. Y entonces recuerda a Macedonio Fernández, de quien fuera amigo, a quien le pasaba más o menos lo mismo.
Recuerdo, dice Borges, que Macedonio Fernández vivía mudándose de una pensión a otra, y que cada vez que se mudaba dejaba en el cajón una serie de manuscritos. Cuando Borges le decía que por qué perdía así lo que había escrito, Macedonio le respondía: “Pero, ¿vos creés que somos lo bastante ricos como para perder algo? Lo que se me ocurió una vez volverá a ocurrírseme, de manera que no pierdo nada”. Quizá Coleridge pensaba lo mismo, afirma Borges.
Walter Pater, uno de los prosistas más famosos de la literatura inglesa, ha calificado a Coleridge como el prototipo del hombre romántico, más que Werther, más que Chautebriand, más que ningún otro, sostiene Borges.
Y la verdad es ésa, que hay algo en Coleridge que parece colmar la imaginación. Es la misma vida, que es de demoras, de promesas no cumplidas, de conversación brillante. Todo esto corresponde a un tipo humano, afirma Borges. Y creo que tiene razón.
Tanto Fran Lebowitz como Samuel Taylor Coleridge, pertenecen a esos tipos humanos que sueltan la imaginación en la vida, que transmiten los sueños y además los viven.

© Araceli Otamendi

Bibliografía:

Borges Profesor, Edición, investigación y notas de Martín Arias y Martín Hadis, Editorial Emecé

Nota de Andrea Aguilar “El triunfo de una perezosa”, publicada en El País Semanal (8.5.2011)

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