Acerca de Araceli Otamendi, escritora y directora de Archivos del Sur

jueves, 14 de julio de 2011

La palabra jamás mencionada por los críticos de Rayuela - Jorge Fraga

(c) Alicia D´Amico


















(Buenos Aires) 

Continuamos publicando ensayos de Jorge Fraga  sobre Rayuela de Julio Cortázar, quien eligió a la revista Archivos del Sur para la publicación de estos textos.

La palabra jamás mencionada por los críticos de Rayuela


…la imagen de Romero se confundía con sus invenciones, padecía de una falta de crítica sistemática y hasta de una iconografía satisfactoria. Aparte de artículos parsimoniosamente laudatorios en las revistas de la época, y de un libro cometido por un entusiasta profesor santafesino para quien el lirismo suplía las ideas, no se había intentado la menor indagación de la vida o la obra del poeta. Algunas anécdotas, fotos borrosas; el resto era leyenda para tertulias y panegíricos en antologías de vagos editores.

            Este fragmento pertenece al inicio del segundo relato de Octaedro, “Los pasos en las huellas”, publicado once años después de Rayuela. En este relato, según la interpretación alegórica que yo mismo proponía unos meses atrás [el autor remite aquí y en otros momentos a diversos trabajos colgados en su blog www.teoriadelentusiasmo.blogspot.com], Julio Cortázar elaboraba un diagnóstico de la recepción de su gran libro entre los lectores y los críticos. El defecto  fundamental de esa recepción aparece claramente formulado en la última frase: “algunas anécdotas, fotos borrosas; el resto era leyenda”; o sea, una bienintencionada, pero irreductible, falta de profundidad.

            Aun cuando descartásemos que nuestro escritor tuviera Rayuela en mente al escribir “Los pasos en las huellas”, lo que ese cuento dice sobre la obra de Claudio Romero es algo que podemos transportar igualmente a la figura de Julio Cortázar, vista la bibliografía crítica existente hoy en día sobre su principal libro. Cómo explicar, si no, el fenómeno que vamos a analizar en este artículo, consistente en la sistemática omisión por parte de la crítica de una palabra cuya importancia es capital para comprender la  gran obra del escritor argentino. Y ahora no estoy hablando de ese «entusiasmo» que vengo preconizando desde hace algún tiempo; ahora se trata de algo que pertenece a la estructura de Rayuela tanto si lo leemos en su versión entusiasta –o sea, como libro insólito- como si lo leemos en su lectura común –o sea, como novela-. Se trata de algo que aparece en la misma superficie del texto de la obra, por más que luego también penetre las distintas capas que conforman su fondo; y que lo hace no sólo de un modo oscuro y ambiguo -que también, como es usual en Cortázar-, sino además de un modo relevante, evidente, incluso ostentoso.

            Hay una palabra en particular, referida concretamente a cierto procedimiento verbal, que nunca han usado los críticos de Rayuela, a pesar de que el libro la está pidiendo a gritos. Eso sólo puede significar que ninguno de esos críticos ha entendido debidamente el importantísimo uso de ese recurso literario en la obra de Cortázar y que, en definitiva, no han leído Rayuela con la sensibilidad, la profundidad y el rigor que esta obra requería. Son estos el lugar y el momento adecuados para ir en busca de esa palabra jamás mentada por los críticos de Rayuela.

Las hojas secas del capítulo 84

            Tomemos como punto de partida el inicio del capítulo 84 del libro, cuyo análisis  ya realizamos en otro momento. Ahí encontramos a un solitario Horacio Oliveira paseando por el Quai des Célestins, recogiendo unas fascinantes hojas secas en el suelo, y pegándolas a una lámpara en su habitación. Al lugar acudía primero Gregorovius, el esotérico, quien no prestaba atención alguna a la composición plástica de su amigo; y al día siguiente –o unos días después- se presentaba Etienne, el pintor, que en seguida quedaba arrebatado por los detalles de ese ready-made que yo titulé «Hojas secas con lámpara». Tras relatar este breve episodio, el propio Horacio lo resumía en abstracto con su comentario (“una situación, dos versiones…”), y seguidamente se ponía a meditar -en lo que podíamos interpretar como un disimulado apóstrofe al lector- sobre tantas cosas fascinantes que quizá permanecen ajenas a la propia mirada.

            Ya vimos que el contenido de este fragmento se prestaba fácilmente a una correspondencia analógica con el texto en que se insertaba; o sea, Rayuela. Y aunque en su momento enfocamos la cuestión desde la perspectiva de nuestra Teoría del Entusiasmo, ello no resultaba estrictamente necesario; para establecer esa relación analógica entre la parte y el todo no hace falta entrar en la cuestión de una obra que pueda leerse desde dos estados de conciencia distintos.  Podemos prescindir, por lo tanto, de diversos datos suministrados por Cortázar: del estado privilegiado de Horacio convertido en flâneur; del hecho de que Etienne se entusiasme con las hojas; de esa meditación de Horacio que le lleva a pensar en unos misteriosos “estados excepcionales”. Centrémonos tan sólo en el hecho plasmado literalmente en el fragmento, a saber: la contemplación de un mismo objeto con dos miradas distintas, la primera pasiva y la segunda activa. ¿No es esto motivo suficiente como para sostener la posible relación analógica de ese fragmento con la doble textualidad de Rayuela? Es decir, como una obra con dos posibilidades de lectura, una de corrido y otra salteada, que es la forma simplista y limitada en que se ha entendido hasta hoy toda referencia a una doble recepción del libro. También desde esta perspectiva las reacciones de Etienne y Ossip ante la lámpara de Horacio se prestan, respectivamente, a una correlación equivalente y proporcional con el lector activo y el lector pasivo de Rayuela.

            Y ahora viene la pregunta: ¿Es esto una casualidad? ¿Resulta puramente azaroso que la «conversación llamada “Hojas secas en lámpara”» muestre cierta similitud estructural con la «conversación llamada Rayuela», incluso contemplando ambas en su aspecto más superficial? Si éste fuera un caso único, quizás; pero el inicio del cap. 84 es tan sólo un ejemplo de un recurso expresivo usado con profusión en Rayuela -con formidable profusión, de hecho-, cuyo nombre nadie ha mentado hasta hoy a propósito de ese libro. ¡Ni siquiera lo mencioné yo mismo al realizar en junio la exégesis de dicho fragmento! Aunque yo tenía una razón: estaba esperando este momento… Pero antes de mencionar definitivamente la palabra en cuestión, y postergando todavía un poquito más su entrada en el mundo cortazariano, pongamos este primer ejemplo en relación con un segundo caso, también conocido por mis lectores:

La interlineación del capítulo 34

            Con el inicio del capítulo 84 y sus hojas secas sucede prácticamente lo mismo que con el capítulo 34 de Rayuela. De ello hablamos hace ya varios meses, en el artículo titulado “El affaire Galdós”, pero sin duda recordarán ustedes el asunto sin necesidad de releer mi artículo: se trata de ese capítulo de Rayuela en el que las líneas pares reproducen el pensamiento de Horacio, y las líneas impares el fragmento de una novela (Lo prohibido) que el personaje va leyendo tras encontrarla al lado de la cama vacía de la Maga. Ahí también teníamos algo (las líneas intercaladas de un libro de Galdós) que en principio sólo formaba parte de un pequeño segmento del libro (el capítulo 34) pero que al mirarlo bien (tal como hiciera en su momento el crítico Randolph F. Pope) ponía al descubierto las amplias correspondencias existentes entre los argumentos novelísticos de Rayuela y de Lo prohibido. Esta semblanza argumental se basa, a grosso modo, en la peripecia de un protagonista masculino sumido en una misteriosa búsqueda; en la primera parte de ambos libros, este personaje renuncia al amor que le une a una mujer muy especial, mágica, con la que jugaba a encontrarse azarosamente por las calles de una gran ciudad; y en la segunda parte, desplazado el personaje a otra ciudad, cree ver la reencarnación fantasmagórica de ese amor perdido en la figura de una segunda mujer, fiel esposa de un amigo, que le rechaza.

            Así pues, tenemos por un lado el capítulo 34, en el que se produce la interlineación entre dos microtextos pertenecientes a Cortázar y a Galdós; y por el otro lado tenemos los macrotextos respectivos de cada fragmento, Rayuela y a Lo prohibido, que presentan fuertes correspondencias argumentales entre sí. La interlineación del capítulo apunta, de modo figurado, a la imbricación de los argumentos novelísticos: nuevamente, tal como sucedía en el caso del capítulo 84, se presenta una relación de equivalencia entre la parte y el todo. ¿Se trata de otra casualidad?

            Tanto para el capítulo 34 como para el 84, la relación entre los fragmentos y el texto global en que se insertan es la misma; se trata de la analogía, es decir, de una correspondencia equivalente y proporcional entre los elementos que integran dos conjuntos distintos, y que podemos expresar con la fórmula [(a+b+c) = (d+e+f)]. Sin duda alguna, la analogía, procedimiento de lo más versátil y proteico, está en la base de los dos casos; pero de ella ya hemos hablado en otros momentos, y también lo han hecho otros críticos de Rayuela antes de nosotros. No es esta palabra, demasiado genérica, la que nosotros estamos buscando: falta concretar qué clase concreta de analogía es la que tenemos ahí.

            La clave del asunto está en la identificación de la parte con el todo: aquello que podemos expresar con esta otra fórmula, más adecuada a los dos casos que estoy comentando: [(a+b+c) = (A+B+C)]. En esta clase de analogía, los fragmentos se constituyen a la vez como metáforas y como descripciones del texto del que forman parte. La parte señala, subraya, retrata o aísla, metafóricamente, uno o varios aspectos pertenecientes al todo. Es una autodescripción metafórica del todo a través de sus partes; es un «describirse-comparándose». Rayuela no sólo hace gala de este recurso en su texto, si no que incluso alude al mismo en diversos momentos del libro. Sin mentarlo directamente, lo señala de forma implícita; por ejemplo, en el capítulo 145, mediante la transcripción de un extracto del Ferdydurke de Witold Gombrowitz (la cursiva es mía):

Una cita:
«Esas, pues, son las fundamentales, capitales y filosóficas razones que me indujeron a edificar la obra sobre la base de partes sueltas –conceptuando la obra como una partícula de la obra (…)  Pero si alguien me hiciese tal objeción: que esta parcial concepción mía no es, en verdad, ninguna concepción, sino una mofa, chanza, fisga y engaño, y que yo, en vez de sujetarme a las severas reglas y cánones del Arte, estoy intentando burlarlas por medio de irresponsables chungas, zumbas y muecas, contestaría que sí, que es cierto, que justamente tales son mis propósitos»

            Este extracto de Gombrowitz no es únicamente una remisión al uso de metáforas que hablan de la propia obra; ¡la propia cita incorpora, a su vez, e inmediatamente, otra de esas metáforas! Pues Cortázar, mediante el texto del Ferdydurke, está retratando de forma indirecta el carácter abiertamente iconoclasta de su propia obra, y su pretensión de trascender con ella el arte de su tiempo. ¡Sí, tales propósitos son los de Cortázar!

            Y en el capítulo 109 encontramos otra metáfora más, en esta misma línea autodescriptiva, edificada esta vez sobre la idea de que Rayuela es un álbum de fotos (la cursiva, nuevamente, es mía):

En alguna parte Morelli procuraba justificar sus incoherencias narrativas, sosteniendo que la vida de los otros, tal como nos llega en la llamada realidad, no es cine sino fotografía, es decir que no podemos aprehender la acción sino tan sólo sus fragmentos eleáticamente recortados. (…) Morelli pensaba que la vivencia de esas fotos, que procuraba presentar con toda la acuidad posible, debía poner al lector en condiciones de aventurarse, de participar casi en el destino de sus personajes. (…) El libro debía ser como esos dibujos que proponen los psicólogos de la Gestalt, y así ciertas líneas inducirían al observador a trazar imaginativamente las que cerraban la figura.

            Las mentadas “incoherencias narrativas” de Morelli, como todos sabemos, no son otra cosa que Rayuela; no supone mucho esfuerzo extraer de ahí, por lo tanto, que el texto de ese libro no se identifica con la continuidad lineal de su argumento (no es cine), sino que en el fondo es una sucesión de fragmentos fijos (es, por el contrario, fotografía). Es decir: los distintos fragmentos discretos que componen Rayuela (episodios, capítulos, citas) no son propiamente secuencias narrativas del argumento lineal del libro, sino figuras aisladas que remiten insistentemente a un solo contenido fijo. Resultado: un álbum fotográfico elaborado con las distintas tomas de un mismo y único paisaje. Y eso es algo que sucede, nos dice Morelli, “con toda la acuidad posible”: ¡Ahí queda dicho!

            La fórmula resultante de esta ubicuidad descriptivo-comparativa es: [(A+B+C) = (a+b+c) / (a+b+c) / (a+b+c) /… et caetera]. No está de más recordar ahora lo que dice el capítulo 4: “Morelli (…) pretendía hacer de su libro una bola de cristal donde el micro y el macrocosmo se unieran en una visión aniquilante”… En el fondo no estamos hablando tan sólo de los capítulos 34, 84, 145 y 109, sino que nos enfrentamos a algo que se extiende como una plaga por toda la textualidad de Rayuela. Se trata de algo que forma parte estructural del estilo de ese libro, hasta el punto que la correspondencia metafórica entre el microtexto y el macrotexto, ese pertinaz «describirse-comparándose», es precisamente la norma de esta obra de Cortázar. Lo tenemos en las hojas secas del cap. 34; lo tenemos en la intercalación de Lo prohibido en el capítulo 84; lo tenemos también en la celebérrima y archicitada frase de “París es una enorme metáfora”; lo tenemos en la discusión del cap. 9 sobre Klee y Mondrian; lo tenemos en la célebre discada de jazz, que ocupa 20 capítulos enteros; lo tenemos en el jazz mismo, citado ubicuamente en el texto del libro; lo tenemos en el concierto de Berthe Trépat…

            Lo tenemos, incluso, en la contraposición entre el mate y el café con leche que se realiza en el capítulo 41, y de la que los propios personajes nos confiesan:

         -Oh, sí –dijo Talita, mirándolo en los ojos-. Es verdad que te parecés a Manú. Los dos saben hablar tan bien del café con leche y del mate, y uno acaba por darse cuenta de que el café con leche y el mate, en realidad...
         -Exacto –dijo Oliveira-. En realidad.

            ¡Exacto! ¡”En realidad”! ¡La cursiva, aquí, en el original! Hay que estar atento las veces -que no son pocas- en que el texto de Rayuela dice cosas tales como “en realidad” o “en el fondo” -y más, cuando el propio Cortázar lo subraya, como es el caso ahora propuesto-, pues en su mayoría son ocasiones que desvelan lo que hay más allá de su fachada textual.

            Pero no nos fijemos tan sólo en la variedad de motivos temáticos sobre los que se construye este recurso; también debemos prestar atención a la variedad de estructuras narrativas y textuales que quedan implicadas en su uso. Por el lado de las estructuras narrativas, podemos encontrarlo tanto en un parlamento teórico de Morelli, como en un diálogo entre  personajes, como en un comentario de estos sobre cualquier cosa, como en una cita libresca de las muchas que sazonan el texto. Por el lado de las estructuras textuales, Cortázar se sirve de cualquier segmento menor que la totalidad para edificar una nueva metáfora de esa misma totalidad: así pues, lo tenemos en una sola frase; lo tenemos en un párrafo; lo tenemos en un capítulo entero; lo tenemos en un conjunto de capítulos…

            Y lo tenemos, también, en una novela entera: la que está formada por la secuencia de los capítulos 1 a 56 de Rayuela, leyendo de corrido. Es decir, que el libro para lectores pasivos también es -en el fondo- una metáfora autodescriptiva del libro completo de Rayuela –de lo que yo llamo el Rayuela insólito-. “Con toda la acuidad posible” significa, por lo tanto, que la analogía entre las partes y el todo está por todos lados, en todas las formas posibles, y que afecta a la totalidad del libro.

            Cada una de esas metáforas diseminadas por el texto es como un esquema o un mapa de Rayuela. Ese es el centro de tal enorme despliegue metafórico, un mismo todo para cada una de las partes. Y esto no necesita del entusiasmo para comprobarse: sólo hace falta mirar bien. ¿Cómo es posible que los críticos no se hayan dado cuenta de esto? ¿Cómo es posible que no hayan sido capaces de aislar debidamente ese recurso ni en una sola de sus manifestaciones? ¿Cómo es posible que los críticos de Rayuela no hayan mencionado nunca, en ninguna ocasión, para ninguna de las innumerables irrupciones de las que hace gala el texto, la palabra ékfrasis?

El comentario de Julio Cortázar
 a la Oda a una urna griega de John Keats

            Hoy, prácticamente 48 años después de que Rayuela saliera a la luz, por primera vez uno de sus críticos menciona abiertamente el término ékfrasis a propósito del mayor libro de Cortázar. ¿Cómo ha sido posible tan dilatada demora? A usted no le pregunto, señor Yurkievich, príncipe de la autocomplacencia, nombrado albacea de Cortázar por alguna extraña ironía del destino. Pero a usted sí, señor Alazraki, cuyas luces son mayores: ¿No debería haber salido este término, inexcusablemente, en unas aproximaciones a Cortázar? Y a usted también, señora Barrenechea: ¿No percibió siquiera una sola vez este asunto, ni en el texto, ni en el pre-texto? Aunque cabe señalar que tampoco lo vieron los críticos que para mí mejor leyeron a Cortázar, Luís Harss y Graciela de Sola, quienes nunca sacaron a colación esa dichosa palabra, ni nada que se le pareciera.

            Quizás debería ponerme ahora a elaborar una definición del término «ékfrasis», que significa propiamente «descripción» y que históricamente se ha aplicado sobre todo al retrato verbal de obras plásticas dentro de un texto literario. Se trata de un concepto teórico de larga tradición en la crítica de textos, cuya precisa acepción depende en gran medida del momento historiográfico en que nos situemos. Sin embargo, voy a dejar su definición para más adelante. Aquí voy a centrarme en cómo se presenta particularmente la cuestión dentro de la obra de Cortázar, analizándola en los propios términos que propone el autor argentino, tal como es mi divisa y mi costumbre. Y para saber cuál es el significado y el sentido que tiene la ékfrasis para nuestro escritor debemos remontarnos a unos cuantos años antes de que emprendiese la redacción de Rayuela.

            En 1946 Julio Cortázar publicó un artículo titulado “La urna griega en la poesía de John Keats”. En el mismo, tras una introducción general a la literatura romántica inglesa, el autor se centra en el análisis de una de las mejores odas de su amado Keats, la que da nombre al artículo. Este análisis se añadió luego al extenso volumen Imagen de John Keats acabado en 1952 (aunque publicado póstumamente, en 1996); y cabe señalar que la palabra «ékfrasis» no aparece mencionada en todo ese libro, ni siquiera en el artículo sobre la urna. No obstante, la oda a Una urna griega, donde el poeta inglés realiza la descripción detallada de las imágenes grabadas en el friso de una urna antigua, es uno de los ejemplos históricamente más característicos del asunto, y quizá el ejemplo más importante de su uso en toda la literatura moderna.

            La descripción de las imágenes grabadas en la urna constituye el principal motivo temático -así como el núcleo estructural- del poema de Keats. En su análisis de esta ékfrasis, Cortázar no sólo demuestra su capacidad para identificar e interpretar correctamente el uso de este recurso, sino que además elabora un pequeño recorrido histórico, una exposición elemental sobre su uso en distintas épocas de la literatura, añadiendo incluso alguna consideración sobre su análisis por parte de distintos teóricos de prestigio. Al leer el artículo, por lo tanto, quedará probado que a esas alturas –es decir, más de una década antes de iniciarse la composición de Rayuela- el escritor argentino conocía a la perfección en qué consiste la descripción ekfrástica, y no sólo a través de su lectura del poema de Keats, sino también por su amplia formación en teoría literaria.

            Podemos pensar que el doble hecho de que Cortázar no mencione ahí la palabreja en cuestión, a la vez que demuestra su dominio del tema, encaja con su explícita voluntad de rendir su homenaje a John Keats en un estilo dialógico alejado de todo academicismo. Y también encaja con la actitud de alguien que no era sobre todo un crítico, no lo olvidemos; si no antes de ello un narrador, y también antes de aquello un poeta. Así pues, no cabe acusar a Cortázar de omisión a este respecto; pero la falta de esa misma palabra en la bibliografía crítica sobre Cortázar (y no sólo para Rayuela, sino para los trabajos de Cortázar sobre Keats: ¿Dónde está la palabra ékfrasis, señor F. J. Cruz Pérez, en su artículo titulado “Julio Cortázar, lector de John Keats” de Cuadernos Hispanoamericanos, nº 555?) es ya un delito de lesa majestad. Ha llegado el momento de redimir ese delito.

            Ya en 1946, Cortázar sabía perfectamente de qué hablaba. Por un lado, situado ante el poema de Keats, que como hemos dicho es prácticamente en su totalidad la descripción verbal de una obra de arte plástico, el escritor activa en seguida los referentes adecuados: los grandes poetas antiguos griegos. Sucesivamente, Cortázar alude a la descripción de las armas de Aquiles el Pelida por parte de Homero, en la Ilíada; en segundo lugar, a la descripción del escudo de Hércules por Hesíodo, en el Aspis; y por último, a la descripción por Teócrito, en el Idilio, de los relieves de un vaso. Y para acreditar sus observaciones sobre esos tres precedentes, el propio Cortázar alude en nota al pie a un estudio canónico del tema, y que figura como una de sus principales referencias teóricas: el Laocoonte de G. E. Lessing, de 1766.

            Por otro lado, Cortázar no sólo demuestra conocer los antecedentes más señalados, sino que además deja fuera de toda duda algo mucho más importante: su perfecta familiaridad con el principio fundamental que constituye la esencia de la ékfrasis. El siguiente fragmento es la prueba de ello (las cursivas son mías, y la paginación remite a Imagen de John Keats, Alfaguara, 1996):

hay otra complacencia, y ésta del más puro “more poetico”: la que emana siempre de la transposición estética, de la correspondencia analógica entre artes disímiles en su forma expresiva. El paso de lo pictórico a lo verbal, la inserción de valores musicales y plásticos en el poema, la sorda y mantenida sospecha de que sólo exteriormente se aíslan y categorizan las artes del hombre, halla en estas descripciones de arcaica génesis su más punzante testimonio. (p. 284)

            Prácticamente tenemos aquí dos definiciones del recurso, brindadas generosamente por el propio escritor: En primer lugar, dice Cortázar, la ékfrasis es la descripción de una obra de arte establecida mediante una correspondencia analógica con carácter sinestésico o transartístico. Ello se corresponde con la fórmula [(a+b+c) = (d+e+f)], donde (a+b+c) pertenece a una clase de arte, y (d+e+f) a otra. En segundo lugar, Cortázar añade luego una observación (que él llama “sospecha”) acerca de lo que supone toda categorización extrínseca al propio medio creativo, como si el «desde fuera» -por decirlo así- fuera el único medio realmente válido que tiene un arte para hablar de sí mismo. Esto equivale a decir que lo artístico no puede traducirse fielmente al lenguaje ordinario, si no tan sólo expresarse a través de otra forma artística. En otras palabras: Sólo el arte puede dar cuenta cabal del arte (¿a qué célebre Teoría me recuerda esto…?).

            Todo ello apunta al establecimiento de una identidad profunda entre dos fenómenos, no a pesar de su pertenencia a distintos ámbitos creativos, sino justamente al contrario, basándose en las virtualidades expresivas subyacentes en esa misma diversidad. Como se ve, la analogía transartística es la enjundia de la ékfrasis, el corazón de la misma; como lo es también, en consecuencia, del hermoso poema de Keats. Siendo así, ¿cómo se le iba a escapar este recurso a nuestro autor? ¿Cómo no iba a percibirlo Cortázar como uno de los más importantes mecanismos metaforizantes de los que dispone un escritor? ¿Y cómo no íbamos a encontrar su presencia, ni que fuera algún rastro de la misma, en Rayuela, libro analógico, sinestésico y transartístico donde los haya?

            Una vez visto el dominio que Cortázar tiene de la cuestión, vayamos ahora a algo quizá más importante. El escritor ya ha aludido a las tres ékfrasis antiguas más célebres, las de Homero, Hesíodo y Teócrito; pero si ha mencionado estos tres referentes no ha sido por el afán didáctico de ponernos en antecedentes –más bien parece dar por sentado que ya debemos conocerlos-, sino como parte orgánica del análisis de la oda de Keats. Si alude a ellos es, primeramente, para subrayar los puntos en común entre esos poetas antiguos y el poeta moderno en el uso de la ékfrasis; pero sobre todo, en segundo lugar, para señalar luego las importantes diferencias entre los primeros y el segundo. Unas diferencias que, a la postre, delatan la existencia de una evolución histórica de ese mismo uso. Este progreso de la ékfrasis hacia su destino final empezaba ya a detectarse en la misma Antigüedad:

Si el escudo de Aquiles abunda en agitación y vida cotidiana, y el de Heracles es como la petrificación todavía palpitante de un grito de guerra, el vaso de Teócrito muestra ya claramente ese simplificar en vista de la armonía serena, reducción de una escena a las solas líneas que le confieren hermosura. La urna de Keats se va despojando de movimiento desde la notación inicial hasta la soledad vacía del pueblo abandonado. Una línea de purificación temática opera a partir del escudo hasta su moderna, casi inesperada resonancia en la Oda. (pp. 283-284)

            Cortázar está dándonos ya aquí, en 1946, las claves para la comprensión del peculiar aspecto que cobrará el uso de la correspondencia analógica transartística en su principal obra: Rayuela será un paso adelante en la línea continua de esa “purificación temática” que se incrementa progresivamente, a partir de Teócrito, hasta llegar a la obra de Keats. Pero ¿en qué consiste exactamente esa “purificación”? Dejemos que sea el propio Cortázar de 1946 quien nos explique esto, aunque la cita sea un poco larga:

Si oídas melodías son dulces, más lo son las no oídas

         Nunca alcanzó la poesía griega a expresar de este modo casi inefable la catarsis artística; los órdenes poéticos logrados por negación, abstractivamente, son conquista contemporánea y producto del enrarecimiento en la temática y la actitud del poeta. Con todo –y esto nos acerca a la analogía más extraordinaria entre la Oda y el espíritu griego que la informa- ¿no es atinado sospechar que la frecuente complacencia de los poetas helénicos en la descripción de escudos y de vasos nace de una oscura intuición de dicho tránsito catártico? El tema principia con Homero en su plástico relato del escudo del Pelida; descripción que debió parecer capital pues se la interpela quebrando la acción en su momento más dramático, desplazando el escenario épico para demorarse en las escenas que Hefesto martilla sobre el caliente bronce. ¿Y sólo por influencia suspende Hesíodo la inminencia del combate entre Heracles y Cicno y nos conduce sinuosamente por los panoramas abigarrados que pueblan el escudo del héroe? ¿Y hay sólo reflejo lejano en el cariñoso pormenor con que Teócrito describe el vaso que ha de premiar al bucoliasta de su primer idilio?

         Convendría más bien preguntarse: ¿qué especial prestigio tiene el describir algo que ya es una descripción? Las razones que mueven a Keats a concebir una urna y asomar líricamente a su friso, ¿no coincidirán estéticamente con las razones homéricas y hesiódicas? ¿No hallarán tales poetas un especial deleite en esas razones, no atisbarán acaso una más pura posibilidad estética?

         Ante todo, la descripción de escudos y vasos (reales o imaginados) implica posibilidad de ser poéticamente fiel sin incurrir en eliminaciones simplificantes, trasladar al verbo un elemento visual, plástico, sin aditamentos extrapoéticos y adventicios; porque el forjador del escudo y el ceramista del vaso han practicado ya una primera eliminación y transferido sólo valores dominantes de paisaje y acción a puros esquemas. Se está ante una obra de arte con todo lo que ello supone de parcelación, síntesis, elección y ajuste. (pp. 282-283)

            La ékfrasis, para Cortázar, por cuanto es –históricamente- la descripción verbal y poética no de cualquier cosa, sino precisamente de una obra de arte, viene a ser como arte elevado al cuadrado, como poesía elevada al cuadrado: “una más pura posibilidad estética”. La ékfrasis es descripción, sí, pero no se trata en absoluto de la descripción usada en la novela realista, tan denostada por Cortázar; sino de algo muy distinto, muy alejado de la mera representación. Se trata de algo profundamente poético, que puede llegar, incluso, a producir una catarsis. Ahí podría medirse la distancia que separa a la ékfrasis de una descripción realista, que normalmente provoca sólo bostezos. ¡La “catarsis artística”! ¿No será esta catarsis algo parecido a nuestro «entusiasmo»? Pero no vayamos tan lejos todavía; quedémonos tan sólo con que, sea lo que sea lo que conlleva la ékfrasis, se trata de algo lo suficientemente importante como para suspender la acción de un poema épico en sus mismos inicios, tal como señala Cortázar para los casos de Homero y Hesíodo; o para llegar a constituir, poco más tarde y hasta siglos después, el motivo principal del poema, como el escritor observa en los casos de Teócrito y de Keats.

            Por otro lado: ¿A qué se referirá Cortázar con eso de “los órdenes poéticos logrados por negación, abstractivamente”? Fijémonos en que a esos órdenes se llega plenamente en la época contemporánea -por más que ya se intuyeran en las obras de los clásicos-, y que esa plenitud es una consecuencia del progresivo “enrarecimiento en la temática y la actitud del poeta”. El autor está aludiendo ahí a la idea de un paulatino ensimismamiento artístico, que halla su grado extremo en la literatura moderna, y particularmente en la obra de un poeta extremo: “Tal vez no se haya señalado suficientemente el progresivo ingreso en la poesía moderna de los “órdenes negativos” que alcanzarán su más alto sentido en la poesía de Stéphane Mallarmé” (p. 286). Aquí tenemos otra de las claves fundamentales de la concepción cortazariana del asunto: para nuestro escritor, la ékfrasis, desde la Antigüedad y hasta la literatura contemporánea, ha sido un campo poético privilegiado en el que se puede observar claramente el aumento exponencial del carácter volcado hacia sí mismo («ensimismado») del arte.

            En Homero la ékfrasis era arte elevado al cuadrado, y en Keats ya es arte al cubo, y en Cortázar será… Pero antes: ¿Cuál es el locus de esa evolución, dónde resulta posible constatarla? Pues precisamente en la audibilidad del referente original de la ékfrasis, tal como delata el verso de Keats señalado por Cortázar: Si oídas melodías son dulces… ¡Las melodías no oídas -ahí queda dicho, por el propio John Keats, y repetido por Cortázar- son las más dulces! Es decir, puesto que se trata de la literatura: lo no dicho (lo no escrito) es «más dulce» que lo dicho (lo escrito). La evolución histórica de la ékfrasis se constata por lo tanto en la visibilidad -en los textos escritos- de la metáfora ekfrástica: el primer término de la misma, el auténtico referente, tiende a desaparecer de la vista. Éste es el pensamiento que subyace al proceso hacia la  abstracción: si A es B, ¿para qué decir A, si ya mostramos B? O, mejor todavía: si (a+b+c) es (A+B+C), y si ya mostramos (a+b+c), ¿para qué decir (A+B+C)?

            En los antecedentes más antiguos, el referente del poema era visible, muy por encima de la metáfora que lo describía y que tan sólo constituía una breve “ilustración” del primero. Y en Keats el referente sigue siendo todavía visible, pero está ya reducido a la mínima expresión, frente a su maximizada ilustración:

Frente a las imágenes del friso, el poeta no ha querido contentarse con la mera descripción poética de los valores plásticos allí concertados. La Oda íntegra es una tentativa de trascenderlos, de conocer líricamente los valores esenciales subyacentes.

         De ese descenso al mundo ajeno y encogido del friso, retorna Keats con el resumen que dirán los dos últimos versos del poema:

La belleza es verdad y la verdad belleza...
Nada más se sabe en este mundo, y no más hace falta.
(p. 287)

            En esos dos versos finales se dice, se hace por fin visible, toda la intención del poema de Keats. Este es el verdadero tema de la obra, mientras que la urna es tan sólo el motivo. Y de este modo, mientras que la descripción ekfrástica de la urna ocupa prácticamente todo el poema (sus cinco estrofas: cuarenta y ocho versos), aquello que constituye el verdadero centro de sentido de la oda, y de lo que la urna es tan sólo ilustración y desarrollo, apenas ocupa dos simples líneas. Dos meros versos frente a cuarenta y ocho: en este cómputo se corrobora cómo la ékfrasis, a lo largo de los siglos, ha ido adquiriendo una presencia cada vez mayor en el poema, invirtiendo las tornas en detrimento de la presencia efectiva del tema de la obra, que en la modernidad deviene prácticamente virtual.

            Pero la verdadera intención del poema, en todo caso, todavía se dice en Keats. En cambio, en Rayuela la negatividad está llevada a su extremo; definitivamente, la poesía y el arte se elevan a la enésima potencia en la obra de Cortázar. No podría ser de otro modo; si en Keats ya es poesía al cubo, ¿cómo no iba a ir todavía más allá un escritor que tenía por lema Ne profiter jamais de l’élan acquis? Cortázar lleva la ékfrasis a su extremo, a su punto evolutivo máximo, al escribir un libro en el que todo el texto está en orden negativo, en el que todo el contenido es pura abstracción. Rayuela es como una Ilíada en la que sólo aparecen por doquier las armas de Aquiles el Pelida, y en la que ha desaparecido el poema épico del que esas mismas armas son metáfora.

            Capítulo 97: “Allí donde debería haber una despedida hay un dibujo en la pared; en vez de un grito, una caña de pescar; una muerte se resuelve en un trío para mandolinas”. En Rayuela, el verdadero tema del texto (“despedida, grito, muerte”) se mimetiza absolutamente con sus motivos, con las innumerables ékfrasis que lo describen (dibujo en la pared, caña de pescar, trío para mandolinas), de tal modo que no aparece formulado explícitamente nunca, ni siquiera en una sola línea de su texto (e igualmente, no aparecerá formulado en ninguna declaración posterior de Cortázar, como muy bien se cuidó él mismo de evitar). La gran obra de Cortázar es por lo tanto un libro escrito enteramente en modo ekfrástico: ahí, definitivamente, las más dulces melodías son las que no se oyen nunca. Lo que los dos versos sobre la belleza y la verdad son para el poema de Keats, su núcleo vital de sentido, son algo impronunciado en el libro de Cortázar, y es el propio lector –el lector activo y cómplice- quien debe llegar a formularlo. Aunque sea una tarea de lo más difícil: “Terrible tarea la de chapotear en un círculo cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna, por decirlo escolásticamente”, dice Horacio en el capítulo 125.

            En su salto hacia delante, en su ir-más-allá-de-Keats, Cortázar no sólo expandirá las metáforas autorrefenciales por todo el texto de su libro, sino que también amplificará el procedimiento de la ékfrasis –que en el poeta inglés todavía es descripción de una obra plástica- tomando cualquier elemento como motivo, sea del ámbito que sea, sin limitarse a una sujeción a lo plástico, incluso sin atender siquiera a una sujeción del objeto a lo artístico. En Rayuela lo artístico, lo estético y lo poético sufren un desplazamiento: desde el dominio temático se trasladan al dominio performativo del sujeto creador. Lo artístico, lo estético y lo poético no estarán necesariamente en los objetos –aunque el objeto artístico siga manteniendo siempre un cierto privilegio-, sino en el gesto, en la mirada y en la intención del escritor al elegirlos. Valga como ejemplo algo tan alejado del arte como pueden ser el mate y el café con leche: a los que tan sólo hace falta mirarlos bien (como sucedía con las hojas secas recogidas por Horacio en el capítulo 84) para percibir en ellos algo más allá de su mera materialidad y que pueda ponerse en relación con el texto en que aparecen (con respecto al café con leche y el mate, les dejo a ustedes la tarea). Ese «mirar bien» es lo que importa. Es decir; la mirada analógica -“esa aptitud para aprehender la relaciones”- es lo que importa. Una analogía que es prerrogativa de todo sujeto que vive enteramente instalado en el “more poetico”.

            En consecuencia, la ékfrasis se definirá en Rayuela, definitivamente, como la descripción, el comentario o incluso la mera mención poéticos de un objeto (que no la descripción, comentario o mención de todo objeto estético) que se usa como metáfora descriptiva de la propia obra. Y de este modo, Cortázar lleva a su culminación lo que ya anunciaba en 1946:

Si el poeta es siempre “algún otro”, su poesía tiende a ser igualmente “desde otra cosa”, a encerrar multiformes visiones de la realidad en la recreación especialísima del verbo. Pues que la poesía –Keats lo supo harto bien- está más capacitada que las artes plásticas para tomar en préstamo elementos estéticos esencialmente ajenos, ya que en última instancia el valor final de la concreción será el poético y sólo él. Mientras vemos a la pintura degenerar rápidamente cuando se tiñe de compromisos poéticos (prerrafaelismo, surrealismo) y la música tornarse “de programa” apenas rehúye su propia esfera sonora, el valor poesía opera siempre como reductor a sus propias valencias. (p. 284)

            De esto, formulado en 1946, a la idea de un libro cuyo texto se presentase enteramente como otra cosa había tan solo un paso. Y ese paso lo dio Cortázar definitivamente diecisiete años después, con Rayuela.

Puente tendido hacia Rayuela:
el “Cuaderno de Bitácora”

            Cortázar pudo aprender todo lo necesario sobre la ékfrasis en su estudio sobre Keats. Pero quizás entre “La urna griega en la poesía de John Keats” y la publicación de Rayuela pasara demasiado tiempo. Tiempo y acontecimientos; pues son precisamente los años del primer y del segundo -y definitivo- viajes de Cortázar a París, los años de conocer a Edith Arón (inspiración para la Maga); de casarse y convivir con Aurora Bernárdez, etcétera. En ese importante lapso de tiempo se dio el salto del Cortázar aparentemente provinciano al Cortázar cosmopolita; quizás tanto tiempo y tanto cambio en la vida del escritor llevaran a los críticos a creer que lo que tan intensamente afectaba al escritor en 1946 había dejado de interesarle en 1963.

            ¡Craso error, de haberse dado el caso! Lo que sucedió fue justamente lo contrario: en ese lapso de tiempo, Cortázar absorbió la idea de ékfrasis que había analizado en Keats y profundizó en ella como nadie había hecho hasta el momento, hasta llevarla a un extremo radical, hasta la culminación lógica de esa evolución detectada por él -o quizás inventada, que a efectos prácticos es lo mismo-. Resultado: Rayuela. Y si es necesaria una demostración documental de estas afirmaciones, ahí están precisamente los «apuntes» de Cortázar sobre el libro: su célebre “Cuaderno de Bitácora”, que el escritor regaló a Ana María Barrenechea y que ella publicó en 1983. Este documento constituye una verdadera joya para el crítico de Rayuela, pues ahí pueden clarificarse ciertos aspectos que se presentan de un modo más o menos oscuro en el texto definitivo. Éste es precisamente el caso, y de una forma particularmente prominente, de la ékfrasis.

            Véase sino lo que dice la p. 61 de este “Cuaderno”:

         /Monsieur Bobo/
         (...)
         Personaje ambiguo y misterioso.
         Posa de censor
         Crítica del libro (por supuesto, a propósito de otro)
         M. Bobo se queja de la dificultad, de los “pasajes confusos”, de que la novela ya no es lo que era.
         Oliveira le hace una comparación con el dodecafonismo. Crítica a fondo contra el lector-hembra, que exige lo premasticado.

            Aquí monsieur Bobo (personaje del “Cuaderno” que no llegó a ser en Rayuela, y que quería ser un correlato narrativo del lector pasivo) habla acerca “del libro”. ¿Qué otro libro puede ser, sino Rayuela mismo? Tal personaje tenía encomendada la misión de hacer del mismo una crítica; la cual se haría -se subraya- “a propósito de otro”. ¿No hubiera sido ya esto –o sea, la descripción de la propia obra mediante el pretendido comentario de otra- un claro ejemplo de ékfrasis típicamente cortazariana? Pero no pasemos por alto que ello, además, se da “por supuesto”; es decir, como algo que ya constituye un hábito para Cortázar. A saber: lo de hablar de Rayuela mediante cualquier otra cosa. Así pues, siempre oscuramente, siempre mediante esos “pasajes confusos” que pueden provocar la queja de los monsieurs Bobo (“la novela ya no es lo que era”), el texto de Rayuela habla continuamente de sí mismo. Ya sea mediante otros libros (las innumerables citas de otros libros que pueblan el texto de Rayuela); ya sea mediante cualquier otro ámbito artístico (el dodecafonismo que cita Oliveira a continuación, por ejemplo) ya sea mediante cualquier objet trouvé que Cortázar tenga a bien elevar a la calidad de representamen analógico de su obra (tal como unas hojas secas pegadas a  una lámpara).

            Otra más; página 53 del “Cuaderno”:

                        Oliveira piensa (en la jazz session):
         La vida, como un comentario de otra cosa que no alcanzamos y que está ahí, al alcance del salto que no damos. La vida, un ballet sobre un tema histórico, o una historia sobre un hecho vivido, o un hecho vivido sobre un hecho real. La vida, fotografía del númeno, la vida, posesión en las tinieblas (¿mujer, monstruo?), la vida, proxeneta de la muerte, espléndida baraja, tarot de olvidadas claves que unas manos gotosas rebajan a un triste solitario.

            ¿Por qué pensará Horacio eso en plena jazz session? ¿No será porque la jazz session –la célebre “discada” que ocupa 20 capítulos enteros- es precisamente “el comentario de otra cosa que no alcanzamos”? ¿Y por qué no lo alcanzamos, si no es porque no se halla presente? Y esto mismo, ¿no es precisamente a lo que apunta el “Cuaderno” seis páginas antes, al decir que el jazz es “un intercesor”? Página 47: Sí, el jazz es lo mismo; para mí es también el intercesor”. ¡Intercesores! Eso es lo que son todos esos motivos temáticos usados por Cortázar. Intercesores entre el plano superficial de Rayuela y su intención profunda; metáforas mediadoras entre la descripción –los motivos siempre visibles- y lo descrito –el tema siempre invisible-.

            Entre las múltiples páginas del “Cuaderno” en las que encontramos alusiones al tema de la ékfrasis, la 59 es seguramente la más jugosa y significativa de todas. Esta página empieza con este verso del Amers de Saint-John Perse: “Tu est là, mon amour, et je n’ai lieu qu’en toi”. ¡Una auténtica miniatura ekfrástica! El verso de Perse «describe» en micro lo que Rayuela despliega en macro: el libro de Cortázar (“je”) no tiene otro lugar que sus motivos (“toi”). Sólo un poeta podía saber –y de antemano, como hizo Perse- que al auténtico libro de Rayuela nunca se le ve su verdadero rostro, y que tan sólo lo conocemos por los rostros múltiples de sus intercesores.

            La página 59, a continuación, nos ofrece un fragmento ya conocido por nosotros:

Oliveira analiza el placer de la comunicación. Lo que significa estar entre seres afines y decir, p. ej.: “El retablo de Isenheim”. La Maga, que no entiende, se queda perpleja y furiosa (contra ella misma). Para Oliveira y su interlocutor, el signo “retablo de Isenheim”, configura la coexistencia y la evocación de
Grûnewald / Colmar / Olores / Alsacia / El Cristo de Holbein / Todos los Cristos verdes.

            Para poner este pasaje en relación con la ékfrasis, sencillamente invirtamos la situación que en él se describe: ¿Qué sucedería si Horacio eliminase el tema, el referente principal, para dejar a la vista únicamente la serie de sus motivos, de sus connotaciones sinestésicas? De este modo obtendríamos: “Grûnewald / Colmar / Olores / Alsacia / El Cristo de Holbein / Todos los Cristos verdes”. Estas connotaciones constituirían la descripción metafórica de un ausente “retablo de Isenheim”, de modo que su expresión seriada formaría una circunferencia con un centro invisible. Como los radios de una rueda, cada uno de los términos transcritos -pertenecientes a distintos ámbitos de la realidad- valdría únicamente en función de su común remisión al mismo referente, que constituiría la verdadera realidad comunicativa. Sólo mediante la adición de esos elementos dispares, y su asociación reiterativa con la común idea subyacente, un  interlocutor afín podría llegar a inferir finalmente “el retablo de Isenheim”. De modo que, frente a un aparente caos narrativo, y en el mismo sitio donde la Maga o cualquier otro no verían más que una sucesión absurda y libertina de elementos dispares -“un texto desaliñado, desanudado, incongruente” (cap. 79 de Rayuela)-, alguien como Etienne llegaría captar, por el contrario, la auténtica realidad comunicativa impronunciada.

            Poco más abajo, esa página 59 continúa:

Gran soliloquio de Horacio
         Razones del absurdo:
         1) ¿Una realidad?
         Macana
         La vecina de al lado ve otra realidad.
         Los dos que entran en la misma pieza.
         2) Pero hay que conformarse (a partir de) con la realidad que nos toca o que fabricamos.
         3) De ahí que tendamos a olvidar las otras.
         Nos creemos el omphalos.

            Este fragmento es como una pequeña variante del episodio de las hojas secas del cap. 84. Uno y su vecina -como sucedía con Etienne y Ossip- se conforman con la realidad que les toca (o que se fabrican) y olvidan las otras: lo mismo les sucede al lector activo y al lector pasivo de Rayuela, ese libro que es dos realidades distintas a la vez. Dice el fragmento: “Razones del absurdo”; ¿cuál será ese absurdo? ¿No será el de la superficie de Rayuela? A saber; un absurdo que lo es mientras no somos capaces de ver el fenómeno en cuestión como otra realidad. Y en ese caso, para lograr ver el libro de otra manera deberíamos dejar de mirarnos el ombligo; es decir, salirnos de nosotros mismos, trascendernos (por ejemplo mediante el entusiasmo, digo yo), para cumplir con los requisitos que nos permitan captar el auténtico referente de la sarta de asociaciones que es, en otro plano, el texto de Rayuela. Aquí termina la página 59.

            Pero el “Cuaderno” todavía nos reserva algunas perlas más. En la página 93, por ejemplo:

         ¡ojo!
         Propongo: Todo el Discu-libro, sin remisión. Pero en un solo bloque. El que no lo vea será meritoriamente ciego.

            ¿Qué será eso del «Disculibro», que también aparece en otras muchas páginas del “Cuaderno”? La interpretación que de este término dio en su momento Ana María Barrenechea, identificándolo con los “capítulos prescindibles”, resulta a todas luces insatisfactoria (¿acaso alguien propuso otra?), y en cambio encaja muy bien con la idea que estamos desplegando aquí, la de un texto ekfrástico en su totalidad (“Todo el Disculibro”), en cuyo tejido el lector debe descubrir de qué se está hablando en realidad. Por otro lado: ¿A que se refiere Cortázar con lo de “sin remisión”? No sé de nadie que haya sugerido una respuesta a esta pregunta; pero también encaja perfectamente con mi visión, con la idea de una circunferencia con el centro invisible. Y también: ¿Por qué será ciego –y meritoriamente, por ende- quien no lo vea? Silencio absoluto. Nadie se ha atrevido hasta ahora a afrontar todas estas cuestiones, aunque no había que ir muy lejos para hallar la solución:

            Página 68 del “Cuaderno”:

Lo que importa es esa aptitud para aprehender las relaciones: esta mesa y mi amor de antaño, esa mosca y un tío oficinista...

            Página 70 del “Cuaderno”:

No tenés suficiente fantasía. No te tirás a fondo en la analogía.

            Página 74 del “Cuaderno”:

la dimensión poética (esa maravillosa entrega a los textos, a los cuadros poéticos, /al jazz/ a los azares de la calle, a las suertes mágicas, al modo surreal de vida)

            Todas estas páginas del Cuaderno, con las demás que hemos visto a lo largo de este apartado, dan cuenta cabal del mismo fenómeno: el hecho de que las ékfrasis se encuentran diseminadas por todas partes y de todas las maneras en Rayuela. ¿Acaso puede caber alguna duda? ¿Hacia dónde miraban los críticos para no verlas?

La palabra jamás mentada y el Rayuela insólito

¿Hacía falta nombrarla cuando su presencia empapaba cada verso?

Julio Cortázar, “La urna griega…”

            Cortázar sembró de ékfrasis todo el texto de su principal libro. Tal como he afirmado al principio, no resulta necesario apelar a mi Teoría del Entusiasmo para comprobar esta cuestión; pero ese marco interpretativo resulta esencial para llegar a comprender diversas cuestiones de importancia relacionadas con todo este asunto. Por ejemplo: ¿cómo puede sostenerse que la novela Rayuela (capítulos 1 a 56, de corrido) sea una ékfrasis de la obra en su totalidad (capítulos hasta el 155, salteados)? ¿Cómo podría obedecer esto a la idea de esa «categorización extrínseca» que Cortázar sugiere para definir la ékfrasis? Esto solo puede responderse aceptando que el «segundo libro» de Rayuela no es una novela, tal como sus críticos han sostenido hasta ahora, sino otra clase de libro. Solo se entiende aceptando que el segundo libro de Rayuela es un libro distinto a una novela, y también distinto a cualquier otro libro de los que aparecen citados en Rayuela: por el contrario, es algo absolutamente nuevo, un libro completamente insólito. Un libro que trasciende el marco cultural de su tiempo y que se inserta, en cambio, en el flujo de una tradición mucho más amplia, que da cabida a lo trascendente y que le profesa veneración.

            El silencio de Cortázar con respecto a la incomprensión de la naturaleza ekfrástica de su libro (un silencio relativo, como he tratado de demostrar en mis artículos) constituye otro problema que se solventa satisfactoriamente desde la Teoría del Entusiasmo. ¿Cómo explicar esta reserva del autor desde la comprensión común del libro? Resulta difícil encontrar una respuesta convincente; más fácil resulta mirar para otro lado y esquivar las alusiones a lo ekfrástico que figuran por doquier, tal como han venido haciendo los críticos del libro hasta ahora. En cambio, desde la Teoría del Entusiamo, se entiende que el silencio es algo necesario para preservar las condiciones de posibilidad de la lectura que el escritor deseaba obtener de «su» lector. La mera detección de las ékfrasis, así como su resolución a través de una inversión del analogismo, constituyen dos de los resortes mediante los cuales el lector activo y cómplice puede llegar al entusiasmo, ese estado desde el cual el texto de Rayuela se contempla como repetición de un episodio. ¡Qué genialidad la de Cortázar! ¿No les parece maravilloso?

            Esa razón que inducía a Cortázar al silencio es la misma por la que yo no voy a tratar con mayor profundidad la cuestión de las ékfrasis de Rayuela. Más allá de lo que ya he desvelado en este artículo, que es mucho (incluso demasiado, a mi juicio), he dejado de señalar gran número de ékfrasis rayuelísticas, cuya detección y resolución dependen de la competencia interpretativa de los lectores activos y cómplices del libro, y que son para ellos condiciones de posibilidad de acceso al Rayuela insólito.

            Prefiero mantener el grueso de mi aportación en el plano de una interpelación directa a los críticos de Rayuela. Sigo preguntándoles: ¿Cómo es posible? No sirve la excusa de que el término «ékfrasis» sería aplicable únicamente a la descripción verbal de una obra plástica: ¡Eso es puro jovellanismo! ¡Mera autocomplacencia! Es Cortázar quien nos enseña en qué consiste la ékfrasis, y no al revés: y aquí se ha demostrado que la concepción cortazariana de ékfrasis puede colegirse perfectamente a partir de “La urna griega en la poesía de John Keats” (publicada en un lejano 1946) y hasta el “Cuaderno de Bitácora” (publicado en 1983). Ningún crítico de Cortázar que se precie de serlo podía desconocer estos documentos tan importantes; y, por supuesto, ninguno pudo dejar de leerse Rayuela. Díganme entonces, ¿cómo es posible que ninguno de esos críticos haya mencionado nunca, a propósito del libro, la palabra ékfrasis?

            J’accuse:

…la imagen actual de Cortázar se confunde con sus invenciones, padece de una falta de crítica sistemática y hasta de una iconografía satisfactoria. Aparte de artículos parsimoniosamente laudatorios en las revistas de la época, y de un libro cometido por un entusiasta profesor santafesino para quien el lirismo suplía las ideas, no se ha intentado la menor indagación de la vida o la obra del escritor. Algunas anécdotas, fotos borrosas; el resto es leyenda para tertulias y panegíricos en antologías de vagos editores...

(c) Jorge Fraga


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