(Estocolmo) Javier Claure C.
Me tocó vivir mi infancia y adolescencia en la capital folklórica de Bolivia. Una ciudad mística que recibe con cariño al forastero. Oruro fue testigo de mis estudios primarios y secundarios, de mis andanzas y travesuras. En la tierra que me vio nacer dejé a mi colegio, a muchas amistades y a mis familiares. Y aunque la máquina del tiempo haya marcado varias décadas, rondan aún los recuerdos en mi cabeza. El destino y las circunstancias de la vida me llevaron por otros lares, pero a ese trozo del mapa boliviano; lo llevo bien dentro de mi corazón.
En el colegio Ignacio León aprendí a leer, a sumar y a restar, pero también aprendí que los humanos necesitamos cultivar distintas facetas de nuestro carácter para poder ser dueños de nuestros actos.
Me acuerdo de aquellos momentos de griteríos y juegos en los recreos. De doña Estefa Malavia de Barrientos que vendía golosinas y pan con miel. Siempre estaba en la puerta del colegio a las 12 del día, hora de salida, controlando que los alumnos salgan marcando el paso en fila de dos en dos. Cuando murió, se veló en la sala de música en el primer piso. Yo tendría unos 13 años. Fue la primera vez que vi un cadáver por la ventanilla del ataúd, y me impresionó muchísimo. Estaba allí descansando con los ojos cerrados, con una pañoleta que pasaba por debajo de su mentón y anudada en la parte superior de la cabeza, seguramente para que no quedase con la boca abierta.
En mi adolescencia me cambié al colegio Reekie, toqué en la banda de ese liceo y lo más divertido era cuando viajábamos para el aniversario de Cochabamba, el 14 de Septiembre. Fue una época en donde jugábamos fútbol, casi cada fin de semana. Con los amigos íbamos a las canchas de la ciudad: al Bolden, a la Vialidad, tras el edificio de la Bedoya o a la cancha más céntrica de la ciudad, donde ahora es la Catedral. En ese espacio donde se escucha misa actualmente, se podía jugar fútbol. Era mi cancha preferida porque, después del partido, dábamos vueltas por los recovecos del recinto lleno de yerbas silvestres, piedras y casi siempre había alguna estatua rota de una Virgen o de cualquier otro santo. Provenían de la antigua catedral, que en ese entonces estaba situada en plena esquina. Una vez estábamos en camino al campanario para hacer repiquetear las campanas a una hora no adecuada, pero nos descubrieron y nos pusimos a correr como guanacos.
Uno de mis pasatiempos era subir, con algunos amigos, al cerro “Pie de Gallo” para cazar lagartos, sapos, arañas, escorpiones negros, abejas, gusanos, escarabajos, grillos, mariposas y todo tipo de insectos. Hacíamos pelear, por ejemplo, una araña con un escorpión. Lo que más me llamaba la atención era cuando el escorpión se veía en peligro, lanzaba su aguijón en todas las direcciones como queriendo suicidarse, aunque sabía que es inmune a su propio veneno. Otro detalle curioso se manisfestaba en el momento de cazar una lagartija y, de pronto, se rompía su cola quedando en la tierra moviéndose de un lado a otro. Según nuestra teoría de pequeños brujos orureños, si la cola se mecía 30 veces antes de perder su movimiento, entonces nuestro destino era vivir solamente 30 años. Esta creencia desataba una respuesta inmediata, y en coro empezábamos a contar rápidamente un, dos, tres... antes que la cola perdiera el meneo. Generalmente alcanzábamos a contar hasta 100 ó 120 y nos quedábamos contentos. A los insectos capturados les pinchaba con un alfiler en medio cuerpo, y luego los dejaba descansar en una placa delgada de plastoformo. Trataba de escribir el nombre científico debajo de cada insecto. Así construía mi insectario. Los pequeños reptiles, de muertos, iban a parar en botellas con alcohol. Todo ese tesoro, recolectado durante un buen tiempo, lo guardaba en el cajón de una cómoda que más parecía un diminuto museo.
En esas largas caminatas por los lugares rocosos del cerro, donde el Chiru Chiru * tenía su cueva, de repente nos encontrábamos con una palliri **. Me acercaba despacio, me sentaba a su frente para conversar, pero desgraciadamente casi nunca se daba una comunicación plena porque la mujer solamente hablaba quechua o aymara. Sin embargo, permanecía allí sentado viendo cómo, con un martillo, trituraba pedazos de roca. Las piedras que, según ella, contenían un porcentaje de algún mineral, las iba arrojando a una canasta vieja. Los desperdicios tiraba a un costado o hacia atrás. Con una bola de coca en la boca y concentrada en su trabajo se la pasaba horas de horas, a la intemperie, dando golpes a las piedras. Tenía las manos curtidas por el viento y la lluvia. En mi fantasía, la veía también acariciando y alimentando a sus hijos.
Algunas veces, en días friolentos, le escuchaba hablar a mi abuela materna del Tenor de las Américas, el orureño Raúl Shaw Moreno y de la carroza que salía desde el Socavón para desplazarse por la calle Junín. Decía que era una carroza de fuego cargada con horribles animales y con seres extraños que lanzaban gemidos como si estuviesen reclamando algo. Y por eso el pueblo, asustado de este hecho, dejó colgar una enorme cruz verde en esa calle para evitar presuntos secuestros y accidentes.
Sin lugar a dudas, una de las fiestas más esperadas era el Carnaval que en ese tiempo pasaba por la calle 6 de Octubre y comenzaba a las dos de la tarde. El pueblo orureño se preparaba meses antes para llevar a cabo este acontecimiento cultural. Empezando con el Primer Convite, el Calvario y diferentes veladas. Los turistas llegaban para ver la espectacular expresión cultural más grande de Bolivia. No sin motivo la Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco), en mayo del 2001, declaró a esta festividad Obra Maestra del Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad. Devoción, alegría, música, colorido y una especial magia hacían del sábado y domingo de Carnaval, una fiesta religiosa a la cual todo el mundo asistía. La patrona del Carnaval de Oruro, la Virgen del Socavón, era venerada por los diferentes conjuntos. El Tío de la mina salía desde las oscuridades, para camuflarse entre los miembros de la Diablada Fraternidad, y cos sus espuelas bailaba, bramando grrr..., por las calles de la ciudad.
También tuve el honor de conocer a la mujer que fundó el primer Rotary Club femenino. Me refiero a la periodista y poeta Milena Estrada Sainz. Una tarde lluviosa, le ayudé a cruzar la calle. Estaba con un abrigo marrón con el cuello de piel y unos botines que hacían juego con su vestimenta. Cuando nos acercábamos a la puerta de su casa, me agradeció y continuó caminando con su bastón hacia adentro. Muchos años más tarde cayó a mis manos uno de sus libros, Corola de Agua, que se imprimió, en diciembre de 1946, en la imprenta de la Universidad Técnica de Oruro. Don Alberto Guerra (Q.E.P.D) me obsequió otro poemario, Socavón Ilimitado, de la poetisa orureña.
En esa época de mi vida, Bolivia era el país de las dictaduras militares que oprimían al pueblo y a los partidos políticos de izquierda. No existía la palabra democracia. Y a menudo se organizaban manifestaciones que causaban un choque infernal con las fuerzas represivas del Estado. En una de esas revueltas, los universitarios y trabajadores atacaron la USIS (una institución pro americana) que se encontraba en la calle Junín y Soria Galvarro. Abrieron la puerta y empezaron a saquear todo lo que había adentro. Un hombre alto, robusto, crespo y con una barba espesa caminaba, como Rambo, con una ametralladora al hombro dando la impresión de ser el guardían de la sublevación. Los atropellos a los Derechos Humanos se daban con frecuencia. El Estado, de entonces, autoritario en el grado más superlativo, trataba de imponer el miedo en las estructuras de la sociedad boliviana, y ante los militantes que luchaban por una sociedad más justa. Mi padre, Lucio Claure, uno de los fundadores del Partido Comunista de Bolivia, permanecía a menudo en la clandestinidad. Muchas veces escuché a la gente llamarme “hijo de comunista” o “hijo de rojo”. El ser comunista era, como en muchas otras partes del mundo, una peste social. La censura estaba presente a todo nivel. Un día fui al colegio con una efigie de Lenin color roja. Me la puse a la altura del corazón. Apenas me vio el profesor reaccionó de una manera extraña y me pidió que me la sacara. Así lo hice por unas horas, pero al final de la clase me la volví a prender en el pecho. Cuando regresé a casa, mi madre me la quitó y nunca más la volví a ver.
En el colegio Ignacio León aprendí a leer, a sumar y a restar, pero también aprendí que los humanos necesitamos cultivar distintas facetas de nuestro carácter para poder ser dueños de nuestros actos.
Me acuerdo de aquellos momentos de griteríos y juegos en los recreos. De doña Estefa Malavia de Barrientos que vendía golosinas y pan con miel. Siempre estaba en la puerta del colegio a las 12 del día, hora de salida, controlando que los alumnos salgan marcando el paso en fila de dos en dos. Cuando murió, se veló en la sala de música en el primer piso. Yo tendría unos 13 años. Fue la primera vez que vi un cadáver por la ventanilla del ataúd, y me impresionó muchísimo. Estaba allí descansando con los ojos cerrados, con una pañoleta que pasaba por debajo de su mentón y anudada en la parte superior de la cabeza, seguramente para que no quedase con la boca abierta.
En mi adolescencia me cambié al colegio Reekie, toqué en la banda de ese liceo y lo más divertido era cuando viajábamos para el aniversario de Cochabamba, el 14 de Septiembre. Fue una época en donde jugábamos fútbol, casi cada fin de semana. Con los amigos íbamos a las canchas de la ciudad: al Bolden, a la Vialidad, tras el edificio de la Bedoya o a la cancha más céntrica de la ciudad, donde ahora es la Catedral. En ese espacio donde se escucha misa actualmente, se podía jugar fútbol. Era mi cancha preferida porque, después del partido, dábamos vueltas por los recovecos del recinto lleno de yerbas silvestres, piedras y casi siempre había alguna estatua rota de una Virgen o de cualquier otro santo. Provenían de la antigua catedral, que en ese entonces estaba situada en plena esquina. Una vez estábamos en camino al campanario para hacer repiquetear las campanas a una hora no adecuada, pero nos descubrieron y nos pusimos a correr como guanacos.
Uno de mis pasatiempos era subir, con algunos amigos, al cerro “Pie de Gallo” para cazar lagartos, sapos, arañas, escorpiones negros, abejas, gusanos, escarabajos, grillos, mariposas y todo tipo de insectos. Hacíamos pelear, por ejemplo, una araña con un escorpión. Lo que más me llamaba la atención era cuando el escorpión se veía en peligro, lanzaba su aguijón en todas las direcciones como queriendo suicidarse, aunque sabía que es inmune a su propio veneno. Otro detalle curioso se manisfestaba en el momento de cazar una lagartija y, de pronto, se rompía su cola quedando en la tierra moviéndose de un lado a otro. Según nuestra teoría de pequeños brujos orureños, si la cola se mecía 30 veces antes de perder su movimiento, entonces nuestro destino era vivir solamente 30 años. Esta creencia desataba una respuesta inmediata, y en coro empezábamos a contar rápidamente un, dos, tres... antes que la cola perdiera el meneo. Generalmente alcanzábamos a contar hasta 100 ó 120 y nos quedábamos contentos. A los insectos capturados les pinchaba con un alfiler en medio cuerpo, y luego los dejaba descansar en una placa delgada de plastoformo. Trataba de escribir el nombre científico debajo de cada insecto. Así construía mi insectario. Los pequeños reptiles, de muertos, iban a parar en botellas con alcohol. Todo ese tesoro, recolectado durante un buen tiempo, lo guardaba en el cajón de una cómoda que más parecía un diminuto museo.
En esas largas caminatas por los lugares rocosos del cerro, donde el Chiru Chiru * tenía su cueva, de repente nos encontrábamos con una palliri **. Me acercaba despacio, me sentaba a su frente para conversar, pero desgraciadamente casi nunca se daba una comunicación plena porque la mujer solamente hablaba quechua o aymara. Sin embargo, permanecía allí sentado viendo cómo, con un martillo, trituraba pedazos de roca. Las piedras que, según ella, contenían un porcentaje de algún mineral, las iba arrojando a una canasta vieja. Los desperdicios tiraba a un costado o hacia atrás. Con una bola de coca en la boca y concentrada en su trabajo se la pasaba horas de horas, a la intemperie, dando golpes a las piedras. Tenía las manos curtidas por el viento y la lluvia. En mi fantasía, la veía también acariciando y alimentando a sus hijos.
Algunas veces, en días friolentos, le escuchaba hablar a mi abuela materna del Tenor de las Américas, el orureño Raúl Shaw Moreno y de la carroza que salía desde el Socavón para desplazarse por la calle Junín. Decía que era una carroza de fuego cargada con horribles animales y con seres extraños que lanzaban gemidos como si estuviesen reclamando algo. Y por eso el pueblo, asustado de este hecho, dejó colgar una enorme cruz verde en esa calle para evitar presuntos secuestros y accidentes.
Sin lugar a dudas, una de las fiestas más esperadas era el Carnaval que en ese tiempo pasaba por la calle 6 de Octubre y comenzaba a las dos de la tarde. El pueblo orureño se preparaba meses antes para llevar a cabo este acontecimiento cultural. Empezando con el Primer Convite, el Calvario y diferentes veladas. Los turistas llegaban para ver la espectacular expresión cultural más grande de Bolivia. No sin motivo la Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco), en mayo del 2001, declaró a esta festividad Obra Maestra del Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad. Devoción, alegría, música, colorido y una especial magia hacían del sábado y domingo de Carnaval, una fiesta religiosa a la cual todo el mundo asistía. La patrona del Carnaval de Oruro, la Virgen del Socavón, era venerada por los diferentes conjuntos. El Tío de la mina salía desde las oscuridades, para camuflarse entre los miembros de la Diablada Fraternidad, y cos sus espuelas bailaba, bramando grrr..., por las calles de la ciudad.
También tuve el honor de conocer a la mujer que fundó el primer Rotary Club femenino. Me refiero a la periodista y poeta Milena Estrada Sainz. Una tarde lluviosa, le ayudé a cruzar la calle. Estaba con un abrigo marrón con el cuello de piel y unos botines que hacían juego con su vestimenta. Cuando nos acercábamos a la puerta de su casa, me agradeció y continuó caminando con su bastón hacia adentro. Muchos años más tarde cayó a mis manos uno de sus libros, Corola de Agua, que se imprimió, en diciembre de 1946, en la imprenta de la Universidad Técnica de Oruro. Don Alberto Guerra (Q.E.P.D) me obsequió otro poemario, Socavón Ilimitado, de la poetisa orureña.
En esa época de mi vida, Bolivia era el país de las dictaduras militares que oprimían al pueblo y a los partidos políticos de izquierda. No existía la palabra democracia. Y a menudo se organizaban manifestaciones que causaban un choque infernal con las fuerzas represivas del Estado. En una de esas revueltas, los universitarios y trabajadores atacaron la USIS (una institución pro americana) que se encontraba en la calle Junín y Soria Galvarro. Abrieron la puerta y empezaron a saquear todo lo que había adentro. Un hombre alto, robusto, crespo y con una barba espesa caminaba, como Rambo, con una ametralladora al hombro dando la impresión de ser el guardían de la sublevación. Los atropellos a los Derechos Humanos se daban con frecuencia. El Estado, de entonces, autoritario en el grado más superlativo, trataba de imponer el miedo en las estructuras de la sociedad boliviana, y ante los militantes que luchaban por una sociedad más justa. Mi padre, Lucio Claure, uno de los fundadores del Partido Comunista de Bolivia, permanecía a menudo en la clandestinidad. Muchas veces escuché a la gente llamarme “hijo de comunista” o “hijo de rojo”. El ser comunista era, como en muchas otras partes del mundo, una peste social. La censura estaba presente a todo nivel. Un día fui al colegio con una efigie de Lenin color roja. Me la puse a la altura del corazón. Apenas me vio el profesor reaccionó de una manera extraña y me pidió que me la sacara. Así lo hice por unas horas, pero al final de la clase me la volví a prender en el pecho. Cuando regresé a casa, mi madre me la quitó y nunca más la volví a ver.
(c) Javier Claure C.
Estocolmo
* Chiru Chiru: Personaje de la mitología orureña.
** Palliri: Generalmente mujer que escoge, a martillazos, el mineral de las rocas.
Javier Claure C. es un escritor boliviano radicado en Suecia
foto: Diablada (c) Javier Claure C.
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