Terraza en el centro de Estocolmo |
(Estocolmo) Javier Claure C.
La pandemia del coronavirus (Covid-19), desatada en la
ciudad de Wuhan (China) en diciembre del año pasado, se ha esparcido por el
mundo enlutando a muchos países de manera implacable. Más allá de la hipótesis
de que el virus fue creado en un laboratorio para ser utilizado como arma
biológica, el impacto de este microbio es de dimensiones incalculables. Nadie
sabe con exactitud el comportamiento mortal del virus cuando se encuentra en el
cuerpo humano. La mayoría de los gobiernos y autoridades del mundo han tomado
medidas similares para evitar un contagio masivo. Se han cerrado aeropuertos,
colegios, universidades, fábricas, cines, discotecas, trabajos, Instituciones,
tiendas, centros comerciales, etc. Al mismo tiempo se han prohibido conciertos,
fiestas y toda actividad que genera aglomeración de gente. Es más, algunos
países han cerrado sus fronteras. Se ha llamado al confinamiento total de los
ciudadanos, y un miembro de la familia puede salir a comprar comida y
medicamentos. Es decir, casi todas las actividades de la sociedad están
totalmente paralizadas, a causa de un enemigo invisible que, en el peor de los
casos, puede entrar a una casa en las suelas de los zapatos. Millones de
personas están encerradas en sus casas. Y el confinamiento en países con sistemas
de salud vulnerables y donde reina la exclusión social, puede ser un arma de
doble filo. Los pequeños comerciantes ambulantes, choferes, trabajadores de la
construcción, de la agricultura y los trabajadores a destajo que, día a día,
llevan el pan para sus familias; corren el riesgo de enfermarse y caer, aún
más, en la pobreza. Ya se ha visto salir a la calle, en ciertos países, a
mujeres, ancianos y niños golpeando ollas vacías y gritando: “si no nos mata el
coronavirus, el hambre nos va matar”. En algunos casos se ha visto, la
represión brutal de policías cuando patrullan por las calles para controlar el
confinamiento. A veces han ocasionado lesiones físicas y hasta una que otra
muerte.
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