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Márcia Batista Ramos |
La humanidad no es una definición de diccionario, ni una suma de números que respiran. La humanidad es, en esencia, esa grieta luminosa y oscura que nos habita: la capacidad de crear dioses y también matarlos, de levantar templos y después, como desquiciados, incendiarlos. Es lo que se teje en el gesto más pequeño —una mano que tiembla al dar un pan— y también en los delirios de poder que, sin importar el otro, escriben mapas con sangre.
Tal vez, por eso, las verdades ocultas no están en los libros prohibidos ni en los archivos bajo llave: están en lo que no queremos mirar. Como el simple hecho de que el progreso, muchas veces, es ruina disfrazada; o que el amor, aunque lo rodeemos de poemas, también puede ser prisión; que la historia es contada por las voces que deciden y tienen el poder de hacer olvidar a las otras voces; y, que lo que llamamos verdad, suele ser un pacto frágil para sobrevivir a lo insoportable.
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