(Buenos Aires) Luis Gregorich
Hay que empezar mencionando cierta confusión que se produce al hablar de canon literario. Suele superponerse este concepto con los de "sistema de prestigio" o "aparato cultural". Aclaremos que no se trata de lo mismo. Lo que diferencia al canon es su dimensión temporal, su construcción a lo largo de los medianos y largos plazos. No hay canon que surja, de golpe, hoy, o en el corto plazo. Lo que sí ocurre es que el canon ya establecido influye, repercute en los sistemas de prestigio y poder cultural.
Hablamos de canon, según la definición de Harold Bloom, como de un "listado", de un cuadro de honor de obras maestras de la literatura que van perdurando a lo largo de los siglos. Aquí, obviamente, hay una coincidencia con la idea de "clásicos".
Si respetamos la idea de los largos plazos, no podríamos decir hoy, por ejemplo, cómo se va a constituir el canon de la literatura argentina dentro de 20, 50 ó 100 años. Hay un crítico inglés de comienzos del siglo XIX, William Hazlitt, un eminente crítico shakespeariano, que decía al respecto: "Desconfío del prestigio de los escritores vivos, me convence un poco más el de los escritores muertos: los vivos, o tienen demasiados amigos, o tienen demasiados enemigos". La importancia del paso del tiempo se hace evidente.
En su presentación del "canon occidental", Harold Bloom incluye una lista taxativa, algo autoritaria, con la que no tenemos por qué estar totalmente de acuerdo. Bloom inicia su listado con "el Yahvista" (en relación a Yahvé), el autor anónimo del comienzo de la Biblia hebrea, al que considera un gran escritor trágico, y lo termina con Borges y Beckett. Y sitúa en el centro del canon, del canon occidental, a Shakespeare.
Personalmente me interesó desde hace muchos años la figura de Shakespeare; sin ser un especialista, lo estudié, traduje y adapté varias de sus obras para el Teatro San Martín, y di un par de cursos introductorios sobre su personalidad y obra. Es, para decirlo con sencillez, uno de los pocos autores del pasado que admite relecturas provechosas y que nos permitan entender mejor, a través de sus textos y personajes, lo que pasa hoy. Es preferible hablar, para definir a las obras canónicas, de esta atemporalidad o salto en el tiempo, más que postular su "universalidad", porque esta última siempre suele estar planteada desde una concepción europea: lo universal es lo europeo, y viceversa. Otra forma homóloga de definir a las obras del canon es describiendo su latente polisemia, es decir, su capacidad de desplegar una multiplicidad de significados y lecturas a lo largo del tiempo. Los personajes shakespearianos pueden estar vestidos con trajes de época o con ropa moderna, pero su mensaje nunca dejará de ser comprensible y disfrutable.
Por lo demás, el canon -hay que decirlo- no se forma espontáneamente; no es que las grandes obras se vayan colocando solas en el canon; es una construcción de hombres, de generaciones, de personas supuestamente doctas, de academias o de críticos. A partir del siglo XIX, debe mencionarse también el papel de la industria editorial, que se consolida y pasa a ser un factor importante en la construcción del canon.
Quisiera decirlo de este modo: no debemos tener una concepción definitiva y autoritaria del canon, sino concebirlo como una construcción en movimiento. Los autores que hoy pensamos que no están, y debieran estar, quizás lo estén mañana, y dependerá de nuestra acción para difundirlos que se incorporen, porque el canon no es un fenómeno natural como el crecimiento de una planta, sino un proceso social y político con sus propios límites. Sin embargo -y este es otro concepto que me gustaría destacar-, tampoco la inclusión en el cuadro de honor de las obras canónicas es arbitraria o casual.
Veamos, para ejemplificarlo, el caso de Shakespeare. Es cierto, por un lado, que la gran difusión de Shakespeare se debió, en parte, al creciente poderío del Imperio inglés, que impulsó a uno de sus grandes autores como modelo para la cultura occidental. Pero esto no explica la grandeza de Shakespeare, no lo relega a la condición de "escritor imperial", porque su extraordinaria capacidad para crear personajes en los que nos seguimos identificando, y su maestría para alternar registros de lenguaje, de mezclar la comedia con la tragedia tal como ocurre con la condición humana, son lo que le otorga su perdurabilidad, y hace que el Imperio inglés lo haya podido utilizar a él y no, por ejemplo, a Chaucer, Milton o John Donne.
Vayamos ahora a lo que es, o podría ser, el canon de la literatura argentina, el canon de este espacio joven y que está lejos de haberse cristalizado. Cuando yo era joven, hace muchos años, el canon o más bien los sistemas de prestigio se constituían en torno a un conflicto o a un debate. Actualmente no hay conflicto ni debate. Las polémicas, entonces, solían darse entre izquierda y derecha, entre realismo y literatura fantástica, entre conservadores y vanguardistas, entre suplementos literarios que defendían una posición u otra. Hoy, nada de eso ocurre. Los suplementos literarios vierten una misma voz con ligeros matices y distintas firmas, algunas de las cuales se repiten incluso en todos los suplementos, lo que nunca habría podido ocurrir antes. El hecho no está ni bien ni mal, simplemente es algo nuevo. Las voces que uno escucha y lee son inteligentes, incluso mejor formadas y cultas que las de mi generación, pero curiosamente el mensaje global que nos llega es excesivamente discreto, aplanado; está a la defensiva y se resguarda de las opiniones netas y diferenciadas; se parece demasiado a un discurso único.
Los sistemas de prestigio están muy cristalizados y no parece que haya modo de conmoverlos. En la narrativa, por ejemplo, en el centro del sistema está Borges y a su torno, desde diferentes galaxias, gravitan Walsh, Puig y, más cerca, Saer, Piglia, Aira y pocos más. Quizá figuren Bioy y Silvina Ocampo y, ya con dificultades, Marechal y Cortázar. ¿Son los mejores? El tiempo lo filtrará, pero, en todo caso, no deberían ser los únicos.
Esos sistemas se constituyen en base a una tensión entre el Mercado y la Universidad. Cuando hablamos de Mercado, nos referimos a la industria editorial globalizada, marco en el cual las tradicionales empresas argentinas han sido adquiridas por grupos transnacionales. Los intereses de esa industria, quiérase o no, se hacen sentir hoy pesadamente en los medios masivos, y a menudo la oscilación entre Mercado y Universidad está marcada por ese sello, gracias al cual las mismas personas escriben los libros, los hacen publicar como asesores editoriales, los comentan en los diarios y enseñan acerca de ellos en los claustros.
La ausencia de verdadero conflicto y debate ideológico no es original de la Argentina: sucede en casi todas partes del mundo, en tiempos posmodernos y globalizadores. Pero creo que entre todos, escritores y periodistas independientes, deberíamos formar una red de resistencia, que por lo menos ponga en duda la infalibilidad del canon o los sistemas de prestigio existentes, que los someta a cuestionamientos permanentes, que les contraponga a figuras de escritores injustamente olvidados o escamoteados, una red que se entretejerá a lo largo del tiempo y que formará, no lo dudemos, nuevos cánones o prestigios, jamás definitivos, en los que nosotros, también, tendremos algo que ver.
(c)Luis Gregorich
Ciudad Autónoma de Buenos Aires
publicación autorizada por el autor para la revista Archivos del Sur
Acerca del canon es un texto del escritor Luis Gregorich leido en un acto donde participó en la última Feria Internacional del Libro de Buenos Aires
Luis Gregorich es ensayista. Fue director del suplemento literario del diario La Opinión, Subsecretario de Cultura de la Nación, Vicepresidente de la Sociedad Argentina de Escritores, autor de libros como "Escritores del futuro", guionista del documental La República Perdida, traductor adaptador de Hamlet y Rey Lear, y de Danza macabra de Strinberg entre otre otras obras
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