foto: Álvaro Mata Guillé
Los cantos de Gilgamesh, el rey de la saga babilónica que rememoraban el diluvio buscando lo eterno, las epopeyas de Homero que recopilaban el designio dado por el azar en los oráculos, los relatos indígenas del sol atrapado por la luna convertido en serpiente, no hacían más que recoger las iniciales explicaciones de un largo camino de indagación, de buscarnos en el vacío del entorno, haciendo de las experiencias signos que explicaban lo otro: el conocimiento, se manifestaba en sus inicios, como ceremonia, fiesta, celebración, transmitiéndose como un volver, un recordar que pretendía conciliarse con el destino, un revivir que era necesario para enfrentar al olvido, donde se vinculaba el pasado y el presente a través de la memoria: era el grito confundido con el viento, la sensación mezclada con la lluvia, el sentir hecho pregunta convertido en duda, en incertidumbre, en lenguaje.
Inmersos en los ruidos de la selva, en el silencio del mar o el desierto, en el vaivén de los ecos en el bosque reflejados en el horizonte, asumíamos el paso del tiempo y las cosas se transformaban en signos, signos que nacen de la relación de nuestras percepciones, de la pluralidad del cuerpo, y el entorno: conocer implicaba acercarnos a nosotros proyectados en lo otro, más que un acercamiento era una vinculación que nos permitía leer y leernos en busca de sentidos, de nombres o razones.
Así nació el teatro, la poesía, la música, a través de la percepción transformada en imagen, en la pulsión y su vínculo con lo otro convertido en lenguaje, permitiendo distinguir las cosas enfrentados a la ausencia, a la muerte y a la perennidad que se mueve sin control en su misterio. Desde ahí –en el rito, la ceremonia, la fiesta– empezamos a reconocernos, a convivir entre nosotros, a palparnos, sabiéndonos parte del todo, sabiéndonos la naturaleza que se explica a sí misma, la pluralidad que nos habita, habita un cuerpo necesitado de decirse.
Convivir no solo implica tolerar lo diferente, cohabitando con lo plural o estableciendo los parámetros que posibiliten esa coexistencia con el otro o con nosotros mismos; convivir nos obliga a construir, a crearnos en un lenguaje que de sentido a las cosas, una justificación que nos haga creer, viéndonos y palmando nuestra propia piel en su pluralidad, sintiéndonos y asumiéndonos o en lo que somos, un extraño de nosotros mismos; es un hecho de la existencia, no una ilusión, es una práctica, un transitar en el que decidimos todos los días permanecer.
En la poesía, el teatro o la música, el cuerpo se reencuentra con el cuerpo, se desnuda la animalidad, el tiempo transcurre en su ausencia y la lejanía que al volver queda atrapada en la remembranza: recordamos voces, escuchamos ecos de muertos y ancestros, nos escuchamos y escuchamos, nos vemos y vemos, descubrimos el rostro del otro –el vos, el tu, el ello– que es el nuestro. En esos lugares –la pluralidad, lo disidente, nuestra extrañeza– se manifiestan y la vida y la muerte se conjugan en su perpetuidad, provocando la tensión vital que nos hace ser y estar destruyendo absolutos, la pus de las máscaras, lo anquilosado del lenguaje, permitiendo desde ahí, desde esos lugares que persiguen conversar con la otra orilla, reencontrarnos con lo que somos, pues al palpar al entorno, al deletrear aquello que sentimos en procura de una respuesta, nos reencontramos solos y ajenos en tránsito de una noche a otra, conversando con la nada que se muestra a sí misma. Reencontrarnos, vislumbrar el inicio que está al final, la noche que va hacia la noche, los senderos que se pierden sin respuesta. Si tuviéramos que elegir algo que nos permita reformular el sentido de lo que somos, lo que hemos sido y podemos ser, en una época como la nuestra, donde los lenguajes están muertos, me atrevería a decir que es la poesía. Pero no me refiero con ello a una estética o un género literario, tampoco al balbuceo o al sentimentalismo, a la impostura, al dogma o la frivolidad. La poesía –como la música, la danza o el teatro– son experiencias de vida, lugares de comunión donde nos reencontramos, es decir, al explorarnos en el espejo vacío de nuestro rostro, al indagarnos en la precariedad que nos envuelve sabiéndonos en tránsito hacia la muerte –despojándonos de censuras o el envanecimiento inútil de creernos dueños de una eternidad que no existe– enfrentamos al olvido, el olvido de nosotros, de lo que somos: lenguaje que se palpa a sí mismo y se disuelve para retornar al origen, a la soledad necesitada del otro, a la memoria, conciliación con lo que somos.
La relación entre poesía y sociedad es estrecha, al mencionarla, vuelvo a decirlo, hablo de una condición que atañe a la existencia, una condición fundacional donde principian los vínculos, donde surge la convivencia, puesto que convivir nos obliga a construir a un lenguaje, a sentirnos, a establecer parámetros que posibiliten coexistir. La convivencia nace del reconocerse, un volver al origen, al canto, al reencuentro con nosotros mismos, sobre todo en estos días oscuros que pueblan nuestras sociedades, donde la decadencia es mucha y muchos los padecimientos, el odio, la envidia, muertes por doquier, tenemos más cosas y más banalidad, más resentimientos; la condición humana, nuestra frágil condición existencial, fracturada y empobrecida. Ante este panorama, las preguntas que aparecen y debemos hacernos, se refieren al sentido de las cosas, al sentido del nosotros, al por qué permanecer o seguir y cómo, percibiendo el misterio que nos embarga, el tránsito que se dirige sin remedio a la nada, al vacío lejano en las estrellas, sabiéndonos el sueño de una sombra.
*El sueño de una sombra, frase de un texto de Píndaro.
Inmersos en los ruidos de la selva, en el silencio del mar o el desierto, en el vaivén de los ecos en el bosque reflejados en el horizonte, asumíamos el paso del tiempo y las cosas se transformaban en signos, signos que nacen de la relación de nuestras percepciones, de la pluralidad del cuerpo, y el entorno: conocer implicaba acercarnos a nosotros proyectados en lo otro, más que un acercamiento era una vinculación que nos permitía leer y leernos en busca de sentidos, de nombres o razones.
Así nació el teatro, la poesía, la música, a través de la percepción transformada en imagen, en la pulsión y su vínculo con lo otro convertido en lenguaje, permitiendo distinguir las cosas enfrentados a la ausencia, a la muerte y a la perennidad que se mueve sin control en su misterio. Desde ahí –en el rito, la ceremonia, la fiesta– empezamos a reconocernos, a convivir entre nosotros, a palparnos, sabiéndonos parte del todo, sabiéndonos la naturaleza que se explica a sí misma, la pluralidad que nos habita, habita un cuerpo necesitado de decirse.
Convivir no solo implica tolerar lo diferente, cohabitando con lo plural o estableciendo los parámetros que posibiliten esa coexistencia con el otro o con nosotros mismos; convivir nos obliga a construir, a crearnos en un lenguaje que de sentido a las cosas, una justificación que nos haga creer, viéndonos y palmando nuestra propia piel en su pluralidad, sintiéndonos y asumiéndonos o en lo que somos, un extraño de nosotros mismos; es un hecho de la existencia, no una ilusión, es una práctica, un transitar en el que decidimos todos los días permanecer.
En la poesía, el teatro o la música, el cuerpo se reencuentra con el cuerpo, se desnuda la animalidad, el tiempo transcurre en su ausencia y la lejanía que al volver queda atrapada en la remembranza: recordamos voces, escuchamos ecos de muertos y ancestros, nos escuchamos y escuchamos, nos vemos y vemos, descubrimos el rostro del otro –el vos, el tu, el ello– que es el nuestro. En esos lugares –la pluralidad, lo disidente, nuestra extrañeza– se manifiestan y la vida y la muerte se conjugan en su perpetuidad, provocando la tensión vital que nos hace ser y estar destruyendo absolutos, la pus de las máscaras, lo anquilosado del lenguaje, permitiendo desde ahí, desde esos lugares que persiguen conversar con la otra orilla, reencontrarnos con lo que somos, pues al palpar al entorno, al deletrear aquello que sentimos en procura de una respuesta, nos reencontramos solos y ajenos en tránsito de una noche a otra, conversando con la nada que se muestra a sí misma. Reencontrarnos, vislumbrar el inicio que está al final, la noche que va hacia la noche, los senderos que se pierden sin respuesta. Si tuviéramos que elegir algo que nos permita reformular el sentido de lo que somos, lo que hemos sido y podemos ser, en una época como la nuestra, donde los lenguajes están muertos, me atrevería a decir que es la poesía. Pero no me refiero con ello a una estética o un género literario, tampoco al balbuceo o al sentimentalismo, a la impostura, al dogma o la frivolidad. La poesía –como la música, la danza o el teatro– son experiencias de vida, lugares de comunión donde nos reencontramos, es decir, al explorarnos en el espejo vacío de nuestro rostro, al indagarnos en la precariedad que nos envuelve sabiéndonos en tránsito hacia la muerte –despojándonos de censuras o el envanecimiento inútil de creernos dueños de una eternidad que no existe– enfrentamos al olvido, el olvido de nosotros, de lo que somos: lenguaje que se palpa a sí mismo y se disuelve para retornar al origen, a la soledad necesitada del otro, a la memoria, conciliación con lo que somos.
La relación entre poesía y sociedad es estrecha, al mencionarla, vuelvo a decirlo, hablo de una condición que atañe a la existencia, una condición fundacional donde principian los vínculos, donde surge la convivencia, puesto que convivir nos obliga a construir a un lenguaje, a sentirnos, a establecer parámetros que posibiliten coexistir. La convivencia nace del reconocerse, un volver al origen, al canto, al reencuentro con nosotros mismos, sobre todo en estos días oscuros que pueblan nuestras sociedades, donde la decadencia es mucha y muchos los padecimientos, el odio, la envidia, muertes por doquier, tenemos más cosas y más banalidad, más resentimientos; la condición humana, nuestra frágil condición existencial, fracturada y empobrecida. Ante este panorama, las preguntas que aparecen y debemos hacernos, se refieren al sentido de las cosas, al sentido del nosotros, al por qué permanecer o seguir y cómo, percibiendo el misterio que nos embarga, el tránsito que se dirige sin remedio a la nada, al vacío lejano en las estrellas, sabiéndonos el sueño de una sombra.
*El sueño de una sombra, frase de un texto de Píndaro.
(c) Álvaro Mata Guillé
Álvaro Mata Guillé nació en Costa Rica, actualmente vive en México.
Es director de teatro, escritor, ensayista, dramaturgo.
Director del grupo Baco teatro-danza, de Costa Rica. Director del Instituto de Creación Poética de la Casa de Refugio y de la Revista Locutorio, editada en San Luis Potosí, México, como también coorganizador, junto a Mario Alonso López, del Festival Internacional de Poesía Abbapalabra en México, como también del proyecto Transpoesía (Costa Rica, México, Argentina). Tiene varios libros publicados, entre ellos Debajo del viento (Argentina 2010, Venezuela 2005), Escenas de una tarde (Costa Rica 2004 en dos ediciones), Intemperies (México 2005). Saldrán próximamente dos libros más que se publicarán en México y Colombia, como también ensayos en diversas revistas y periódicos internacionales. Con su grupo Baco teatro-danza, ha montado más de diez obras, presentadas en diversos países de Latinoamérica, como la participación en varios films, como actor y guionista.
Álvaro Mata Guillé nació en Costa Rica, actualmente vive en México.
Es director de teatro, escritor, ensayista, dramaturgo.
Director del grupo Baco teatro-danza, de Costa Rica. Director del Instituto de Creación Poética de la Casa de Refugio y de la Revista Locutorio, editada en San Luis Potosí, México, como también coorganizador, junto a Mario Alonso López, del Festival Internacional de Poesía Abbapalabra en México, como también del proyecto Transpoesía (Costa Rica, México, Argentina). Tiene varios libros publicados, entre ellos Debajo del viento (Argentina 2010, Venezuela 2005), Escenas de una tarde (Costa Rica 2004 en dos ediciones), Intemperies (México 2005). Saldrán próximamente dos libros más que se publicarán en México y Colombia, como también ensayos en diversas revistas y periódicos internacionales. Con su grupo Baco teatro-danza, ha montado más de diez obras, presentadas en diversos países de Latinoamérica, como la participación en varios films, como actor y guionista.
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