(Buenos Aires)
Llegaron desde una de las Islas Jónicas hace muchos años. Sin embargo hasta que no hablo durante algunos minutos con la mujer que atiende la librería-juguetería-quiosco, creo que son españoles. Llegué hasta esa tienda en una de mis caminatas por Buenos Aires, y a pesar de vivir desde hace años en el barrio, nunca me había detenido en esas vidrieras.
La tienda está en una esquina de dos calles muy transitadas y a la vez tranquilas. Son calles con muchos árboles en el verano, tienen sombra abundante y casi no hay sol. En una de las vidrieras hay una serie de autos de metal, de colección, modelos antiguos y también otros más actuales. También hay muchos juguetes, ponys, de distintos tamaños y colores. Son pequeños caballos revestidos de pelo sintético, algunos con formas muy graciosas. También hay muñecas, en uno de los costados.
En la otra vidriera, que da a otra calle, están el quiosco de golosinas casi en la esquina y una vidriera más chica se pueden ver cuadernos, lápices de colores, cajas con témperas y otros artículos de librería. Adivino, sin entrar todavía en el negocio, que en este lugar el tiempo se ha detenido. Seguramente por la forma en que están ordenados los objetos, de una forma artesanal.
Y entro. Es una librería y juguetería grande con muchos estantes de madera, una tienda antigua muy ordenada. Enseguida aparece un hombre bajito, calvo, con lentes a atenderme. Debe tener cerca de unos ochenta años. Le pregunto el precio de unos lápices de colores y el hombre me pide que le indique el lugar de la vidriera donde los he visto.
Eso me da tiempo a mirar detenidamente el lugar: se confirma lo que pensaba antes de entrar, el tiempo se ha detenido. El piso de mosaicos, las muñecas sentadas en una columna, los cuadernos, carpetas, hojas blancas, cartulinas, autos de metal, caballitos formados con un palo y una cabeza donde los niños con su imaginación transformarán en caballos para galopar.
Y mientras el hombre busca en la vidriera los lápices que le he pedido se asoma por una puerta una mujer, seguramente de la misma edad. Es ella la que ahora se ocupará de buscar mi pedido. ¿Cuántos años tiene esta tienda? Les pregunto. Y el hombre me dice: Usted no había nacido cuando empezamos. La mujer viene con los lápices, me los muestra y me dice el precio. Los voy a llevar, le digo, pero también quiero llevarme la historia, pienso.
¿Y cuándo llegaron? pregunto. Ella me dice con una sonrisa: en el `52. El vino primero y yo después. El acento con que habla me sugiere que son de un lugar de España y entonces le pregunto de dónde. Ella dice: Islas Jónicas, desde Grecia y sonríe. Los griegos son personas alegres. Lo sé porque tengo una amiga griega que siempre se sobrepone a todo: divorcios, maridos, malas relaciones, traiciones, problemas económicos y familiares. Y pase lo que pase siempre dice: cuando me muera dirán: vivió, y es cierto. Vivió. Les pido que me cuenten un poco acerca del negocio y el hombre me cuenta que conoce familias de cuatro generaciones y todos son clientes. A veces vienen los nietos de mis primeros clientes a comprar. Los conozco a todos, algunos hasta vienen con los bisnietos, dice.
La mujer envuelve pacientemente los lápices con un papel de regalo y le agrega un moño. No le digo que el regalo es para mí. Que voy a dibujar y a pintar con esos lápices. Hago el cálculo de los años que este hombre y esta mujer están juntos: más de sesenta años. Y me voy de ahí con los lápices y con la historia.
(c) Araceli Otamendi
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