(c) Alicia D´Amico |
(Buenos Aires)
Continuamos publicando textos acerca de "Rayuela" de Julio Cortázar, de Jorge Fraga, quien eligió a la revista Archivos del Sur para difundir este excelente trabajo.
El puñetazo cósmico de Julio Cortázar
Rayuela es sobre todo dos libros: una novela, por un lado, y un libro insólito, por el otro. Esto ya lo he dicho en otras muchas ocasiones, pero lo repetiré hasta que se libere la luz ahogada ahí por la costumbre. Porque hasta hoy tanto los lectores como los críticos de la obra han tergiversado este asunto, leyendo por un lado una novela y, por el otro, otra novela. Y de este modo el libro insólito, que no es para nada una novela, ha quedado desatendido. Pero esta contingencia no proviene de una falta de inteligencia de lectores y críticos. Aquí interviene en realidad un elemento inusitado, cuya consideración resultaba impensable para el receptor de literatura de ficción en la segunda mitad del siglo XX, pero que justamente por ello formaba parte del proyecto cortazariano de dinamitación de las premisas cognitivas y espirituales de la literatura de su tiempo. Ese elemento es el entusiasmo, entendido como un salto del nivel de conciencia, como el acceso a un modo más elevado del ser. Se entiende así que, mientras que la novela Rayuela tiene su residencia en el mundo de lo cotidiano, el Rayuela insólito habita por el contrario en ese otro nivel elevado de la conciencia, eternamente deseoso del lector que logre acceder al mismo.
Cortázar delató una sola vez, en una carta de 1960, cuál es el contenido de ese libro insólito –a saber: la repetición de un episodio-, para callarlo luego, delegando para siempre en sus lectores la tarea de descubrirlo por sí mismos. En consecuencia, el único método realmente válido para corroborar mis aseveraciones es llevar a cabo una lectura entusiasta de Rayuela; lo que yo he dado en llamar «vía participativa», y que constituye el núcleo de mi Teoría del Entusiasmo. No obstante, cabría esperar que Cortázar ofreciera a sus lectores alguna indicación, alguna señal que apuntase expresamente a la necesidad de cambiar de nivel frente al texto de su mayor obra. Dicho de otro modo; cabría esperar la existencia de unas «instrucciones para leer Rayuela bajo un estado alterado de conciencia»: y efectivamente las hay, y muchas. Cortázar dispuso diversas de esas indicaciones, ya fuera en el libro o en otros textos suyos, lo que nos permite ahora establecer -sin la perentoria necesidad de entusiasmarnos- una «vía positiva» que dé noticia de ese misterioso segundo libro.
Esas indicaciones, por cierto, nunca son transparentes; siempre exigen un determinado esfuerzo de interpretación por parte del lector, una extracción más o menos ardua de lo implícito a partir de lo explícito. Pero la firme voluntad de elucidación de esas señales, más las dificultades que esta tarea presenta, son justamente las condiciones que permiten al lector entrar en la predisposición mental necesaria para acceder finalmente al entusiasmo. Así lo dispuso don Julio Florencio Cortázar, el “pobre shamán con calzoncillos de nylon”. Con anterioridad he tratado dos expedientes de «vía positiva»: por un lado, la exégesis del capítulo 97 (donde Morelli nos preguntaba “¿quién está dispuesto a desplazarse, a desaforarse, a descentrarse, a descubrirse?”); y, por el otro lado, la interpretación alegórica del cuento “Los pasos en las huellas” (donde la Oda a tu nombre doble cambiaba una musa –la del prestigio- por otra –la de la participación-). Ahora voy a realizar una tercera exégesis, centrándome en los primeros compases del capítulo 84 de Rayuela, que se inicia de esta manera:
Vagando por el Quai des Célestins piso unas hojas secas y cuando levanto una y la miro bien la veo llena de polvo de oro viejo, con por debajo unas tierras profundas como el perfume musgoso que se me pega en la mano. Por todo eso traigo las hojas secas a mi pieza y las sujeto en la pantalla de una lámpara.
Quien así habla es Horacio Oliveira; esta vez será el protagonista del argumento del libro quien nos va a mostrar, en primera persona, la cuestión de los niveles de conciencia. Quizá sea ésta la razón de que este nuevo fragmento contenga el caso más claro de «vía positiva» de todos los que hay en Rayuela: en vez de una abstrusa exposición teórica -more Morelli-, Horacio nos ofrece primeramente un ejemplo práctico del asunto, como veremos enseguida; y luego, además, nos va a mostrar el hilo de sus propias reflexiones sobre el tema, de modo que no quepa lugar para la duda. El episodio en cuestión queda referido en estas breves líneas:
Viene Ossip, se queda dos horas y ni siquiera mira la lámpara. Al otro día aparece Etienne, y todavía con la boina en la mano, Dis donc, c’est épatant, ça!, y levanta la lámpara, estudia las hojas, se entusiasma. Durero, las nervaduras, etcétera.
El ejemplo está perfectamente claro: Se parte de un sustrato material único (una lámpara con hojas secas) del que resultan dos realidades distintas (una simple lámpara, por un lado, y una obra de arte, por el otro) en función del nivel de conciencia de los sujetos (la indiferencia de Ossip, por un lado, y el entusiasmo de Etienne, por el otro). Los respectivos estados de conciencia de Ossip y de Etienne les conducen a percibir dos realidades distintas. En otras palabras: El entusiasmo conduce al sujeto a una descripción otra del mundo, a un mundo otro. Ahí está formulada -C’est épatant, ça!- toda mi Teoría del Entusiasmo.
Horacio pega las hojas secas a la lámpara; y de este modo la luz de la bombilla resalta y llama la atención sobre sus características plásticas (el polvo de oro viejo y las tierras profundas). Este gesto «iluminador» del personaje es un trasunto del gesto de Cortázar al poner ante nuestros ojos todo el episodio; porque aquí el escritor está hablando en realidad, más allá de unas hojas secas, de otra cosa. En el fondo, este breve episodio consignado al inicio del capítulo 84 arroja su luz sobre un asunto que nos incumbe a nosotros como lectores del libro: esas hojas pegadas a una pantalla son un correlato analógico de las páginas que forman Rayuela. Unas páginas ante las que el lector real “queda invitado a elegir” –tal como reza el “Tablero de dirección”- entre comportarse como el indiferente Ossip o actuar como el entusiasta Etienne.
-¡Anda ya! -me dice un jovellanista que va leyendo estas líneas, por encima de mi hombro, a medida que las escribo- ¡Ahora pretendes que comulguemos con ruedas de molino!
-En absoluto; usted no se entera de la historia –le replico yo, sin aceptarle el tuteo-. Y le digo más: usted nunca logrará acceder al Rayuela insólito, mientras sea incapaz de lanzarse a fondo en la analogía.
¡La analogía! Esta es la clave que nos permite comprender el episodio de las hojas secas descrito en el capítulo 84 como un comentario auto referencial de Rayuela sobre su propia doble naturaleza cognitiva. El procedimiento es muy sencillo; se trata de establecer una identidad profunda entre dos conjuntos aparentemente distintos, en función de una correspondencia equivalente y proporcional entre sus términos: (A + B + C) = (D + E + F). En otras palabras: la analogía postula una común identidad entre conjuntos en virtud de la semblanza, pero no tanto entre los meros objetos que los componen, sino sobre todo a partir de las relaciones que se establecen entre ellos. Y eso mismo es lo que voy a poner de manifiesto aquí, para sostener mi interpretación del capítulo 84, viendo cómo el episodio de las hojas secas se corresponde -de forma equivalente y proporcional- con dos perspectivas distintas sobre Rayuela que ya he tratado en otras ocasiones: por un lado, la «conversación llamada Rayuela», y por el otro, la visión de Cortázar como un chamán que trata de inducir al lector de su obra a un état second.
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1. Conversación llamada “Hojas secas en lámpara”
Recapitulo brevemente mi artículo del 11 de marzo de 2011 («Una conversación llamada Rayuela»):
Mario Vargas Llosa daba su testimonio en “La trompeta de Deyá” sobre los diálogos privativos que Julio Cortázar sostenía de forma brillante con su primera mujer, Aurora Bernárdez. Esos diálogos eran privativos por dos motivos concurrentes y complementarios: no sólo porque exigían a los interlocutores un elevado nivel de erudición, sino también porque demandaban de los mismos una habilidad inusitada para establecer conexiones entre temas aparentemente diversos, fulgurante capacidad asociativa que según mi visión sólo podía proporcionar el entusiasmo. Al completo, la situación quedaba dibujada por estos dos interlocutores activos, sumidos en su conversación vertiginosa, más un tercer sujeto, mero espectador pasivo, que quedaba impedido de participar en el evento por faltarle los requisitos exigidos -ya fuera la erudición, ya fuera el entusiasmo, ya fueran ambos a la vez-. En el escenario real descrito por Vargas Llosa, este «tercero excluido» era él mismo.
La misma situación descrita por el escritor peruano se encuentra plasmada de diversos modos en el libro de Cortázar. En primera instancia, el texto entero de Rayuela se halla generosamente surtido por diálogos que se corresponden fielmente con ese mismo esquema dialógico: como interlocutores activos tenemos, en París, a los distintos miembros del Club de la Serpiente; y en Buenos Aires, al triángulo formado por Horacio, Traveler y Talita. Y como espectadores pasivos, en ambas ciudades, encontramos a muy diversos personajes, de los que aquí veremos dos ejemplos. A la sazón, el “Cuaderno de bitácora” de Rayuela nos aporta, en su página 59, lo que podemos considerar el boceto programático de todos esos diálogos:
Oliveira analiza el placer de la comunicación. Lo que significa estar entre seres afines y decir, p. ej.: “El retablo de Isenheim”. La Maga, que no entiende, se queda perpleja y furiosa (contra ella misma). Para Oliveira y su interlocutor, el signo “retablo de Isenheim”, configura la coexistencia y la evocación de
Grûnewald / Colmar / Olores / Alsacia / El Cristo de Holbein / Todos los Cristos verdes.
Para seguir con la misma nomenclatura usada en mi anterior artículo, este párrafo vendría a pintarnos la «conversación llamada “Retablo de Isenheim”». En esta ocasión los interlocutores activos son Oliveira y un segundo personaje, en principio anónimo, aunque con toda probabilidad sea uno de los miembros del Club (de hecho, puesto que el tema o motivo principal es pictórico, podemos apostar sin miedo por Etienne). Sea quien sea el segundo interlocutor, entre él y Horacio existe una especial «afinidad», que les permite a ambos ser copartícipes del juego relacional, y que se manifiesta finalmente en la cascada de asociaciones sinestésicas: Grûnewald, Colmar, Olores, etcétera. El tercero excluido, aquí, está encarnado en la figura de la Maga, cuyo impotente enfado da buena cuenta de la distancia cognitiva que la separa de los dos interlocutores activos.
Ahora podemos observar cómo el episodio relatado por Oliveira al principio del capítulo 84 encaja perfectamente con este mismo esquema. La lámpara con las hojas secas cumple la misma función que cumplía el sintagma “retablo de Isenheim” en el “Cuaderno”: la de tema o motivo inicial de la conversación. Horacio y Etienne son, de nuevo, los dos interlocutores activos, y el resultado de su interacción (“Durero, las nervaduras, etcétera”) es la canónica cascada de asociaciones, claramente homologable a la del boceto (Grûnewald, Colmar, etcétera). Esta vez el tercero excluido no es la Maga si no Ossip, quien, a pesar de pertenecer al Club como los dos primeros, siente poco o ningún interés hacia los motivos plásticos, de modo que no tiene ninguno de los dos requisitos necesarios para participar en la conversación (no sabe de arte plástico, ni siente ningún entusiasmo por el mismo). En suma: Si lo descrito en la página 59 del “Cuaderno” era la «conversación llamada “Retablo de Isenheim”», el inicio del capítulo 84 de Rayuela es la «conversación llamada “Hojas secas en lámpara”».
Esta recurrencia y reiteración de un mismo esquema constata la validez de la conversación privativa como patrón estructural cortazariano. Este patrón, llamado «conversación privativa», se concreta en primera instancia en distintos fragmentos de su libro, a escala reducida, y en segunda instancia es perfectamente transportable a la «conversación llamada Rayuela», en su escala máxima. De este modo cada conversación parcial se corresponde con el libro en que se integra, generando la analogía: (a+b+c) = (A+B+C). Cortázar nos confirma la vigencia de esta relación fractal en otro pasaje de Rayuela:
Morelli del que tanto hablaban, al que tanto admiraban, pretendía hacer de su libro una bola de cristal donde el micro y el macrocosmos se unieran en una visión aniquilante. (Cap. 4)
Sin embargo, esta correspondencia analógica tan sólo funciona para Rayuela cuando contemplamos el libro desde la perspectiva de la Teoría del Entusiasmo, pues es la única aproximación que establece una diferencia realmente substancial entre los dos libros que conforman la obra. Bajo esta premisa –y sólo con ella- todo encaja: El motivo inicial de la conversación (tal como la lámpara con las hojas secas) es el texto entero de Rayuela. Los dos interlocutores activos son, por un lado, el autor del libro (tal como Horacio) y, por el otro lado, el lector activo y cómplice (tal como Etienne). El tercero excluido (tal como Ossip) es el lector pasivo, que no consigue ir más allá del nivel superficial de la conversación -o sea: de la novela que lleva por título Rayuela-. Y el contenido real de la conversación privativa entre los dos cómplices (tal como la cadena de asociaciones derivadas del motivo inicial: “Durero, las nervaduras, etcétera”) es el Rayuela insólito, que sólo ve quien está embargado por el entusiasmo.
En suma: el libro insólito viene a ser una vertiginosa cadena de asociaciones a la que el lector pasivo y novelizante de Rayuela no tiene acceso ninguno. O también: el Rayuela insólito es el auténtico tema de una conversación típicamente cortazariana, que tan solo se completa efectivamente cuando la vasta erudición del lector activo se ve centuplicada por la mediación del entusiasmo. ¡Sólo la lectura total de un auténtico entusiasta puede resultar equivalente a esa “visión aniquilante”, fusión de los textos micro y macro, a la que aspiraba Morelli! Así pues, resulta totalmente legítimo afirmar que la «conversación llamada “Hojas secas en lámpara”» se halla en perfecta analogía -correspondencia equivalente y proporcional, semblanza de relaciones- con la «conversación llamada Rayuela». Y es de este modo que esas hojas secas encontradas por Horacio pueden ser, perfectamente, un correlato metafórico de las páginas dispuestas por Cortázar en Rayuela. Todavía por encima de mi hombro, pero ahora un poco encogido, mi jovellanista guarda un enfurruñado silencio.
2. Don Horacio Oliveira, «el Oscuro»; chamán
El mismo episodio de las hojas secas sirve también como caso ilustrativo de lo que aquí se ha dado en llamar «las dos conciencias», a saber: la tesis de que cada estado distinto de la conciencia contiene y maneja un corpus distinto de información. Se trata de aquello que Huxley sintetizó en la fórmula: “el conocimiento es una función del ser”, toda vez que un cambio del estado de conciencia es también un cambio en el ser del sujeto. Nótese que tanto el éxito de la comunicación entre Horacio y Etienne en el capítulo 84, así como su fracaso en el mismo caso para Ossip, están en función de la entrada de los dos primeros en un determinado état second, sólo desde el cual la lámpara con hojas secas llega a constituir para ambos una obra de arte.
Pero aunque los dos interlocutores activos participen igualmente de ese état second, cada uno ha llegado al mismo por caminos distintos; mientras que Horacio lo ha hecho de forma espontánea (a través de un ritual de paso que enseguida vamos a analizar), en cambio Etienne ha llegado al mismo de una forma inducida. Cuando Etienne cambia de nivel es debido, hasta cierto punto, a la mediación intencionada de Horacio; este último, al pegar las hojas en la lámpara, ha generado las condiciones para que su amigo pintor pueda acceder al mismo estado de conciencia que él había vivido previamente. Por lo tanto, Horacio actúa para Etienne en este episodio como el indio don Juan Matus actuaba para Carlos Castaneda, al someterlo intencionadamente a la posibilidad de un encuentro con el espíritu. Con ello, tenemos aquí a don Horacio Oliveira el Oscuro, el brujo de la calle Tombe Issoire, pobre shamán con canadiense mojada.
Como tal chamán, Horacio posee la maestría de cambiar sus niveles de conciencia. Eso es lo que se desprende de las reflexiones que el propio personaje realiza a propósito del episodio de las hojas secas, en la inmediata continuación del capítulo 84:
Una misma situación y dos versiones... Me quedo pensando en todas las hojas que no veré yo, el juntador de hojas secas, en tanta cosa que habrá en el aire y que no ven estos ojos, pobres murciélagos de novelas y cines y flores disecadas. Por todos lados habrá lámparas, habrá hojas que no veré.
Y así, de feuille en aiguille, pienso en esos estados excepcionales en que por un instante se adivinan las hojas y las lámparas invisibles...
En el primer párrafo de estas reflexiones, hablando de todo aquello que no ve, Horacio confiesa vivir de forma habitual en el estado ordinario de conciencia. Sin embargo, en el siguiente párrafo nos declara, hablando de lo que sí ve, que logra acceder momentáneamente a otros estados distintos del habitual. El episodio por él consignado es la prueba fehaciente de ello: ¿Acaso no responde a un «estado excepcional» de su conciencia el momento en que se agacha a recoger esas hojas secas en el Quai des Célestins? ¿No es él el primero en «adivinar por un instante las hojas y las lámparas invisibles», las mismas que luego provocan el entusiasmo de Etienne? Siendo así, ¿de qué modo logra acceder Horacio a esos estados excepcionales? ¿Cuál es su ritual de paso al état second?
La respuesta está expresada de la forma más escueta al principio de su crónica: “Vagando por el Quai…”. Ese solitario vagar de Horacio es, precisamente, su ritual de paso. Oliveira no está yendo a ningún sitio, su caminar es un puro deambular sin propósito: su andar consiste, dicho sea en sus debidos términos, en una deriva. Nuestro personaje se halla de este modo convertido en flâneur, el paseante ocioso del París baudeleriano. A partir de estas condiciones iniciales, la sucesión de los acontecimientos descritos por Horacio dibuja una situación típicamente surrealista: el encuentro, de honda repercusión estética, con un objeto hallado al azar.
La deriva de Horacio le ha conducido, seguramente a lomos de su cadencia paseante particular -de su ritmo-, a un «estado privilegiado», a ese estado de trance en el que súbita y misteriosamente se dispara la sensibilidad del sujeto y fructifica su creatividad. “Por todo eso” –es decir, por el paseo y por el impacto estético que en su cauce ha tenido lugar- “traigo las hojas secas a mi pieza y las sujeto en la pantalla de una lámpara”. En aras del état second de Horacio, lo que al principio era un simple manojo de hojas secas en el muelle se ha convertido no sólo en algo nuevo, si no sobre todo en un objeto de categoría gnoseológica superior: un objet trouvé, un ready-made de clara estirpe duchampiana. Lo que había sido un objeto de lo más cotidiano y sin ningún valor, se ha transformado de repente en una obra de fuerte carácter artístico, tan intenso que llega a conmover el espíritu de un hombre.
Más allá de esto, fijémonos también en que Horacio, una vez dispuesto el escenario, y adoptando lo que podríamos llamar una actitud filosófica de distanciamiento y contemplación, se limita simplemente a observar las reacciones de sus dos amigos, sin intervenir en su proceso de recepción. Horacio deja el espacio necesario para que surja en los otros la indiferencia o el entusiasmo, según su respectiva predisposición. Es más que una mayéutica: el Oscuro no les señala nada, no dirige la atención de ninguno de ellos hacia el objeto; deliberadamente, deja a sus amigos la plena libertad de elegir. Y así, cuando Etienne cambie de nivel lo hará, sí, gracias a la escenografía tramada por Horacio, pero también, e ineludiblemente, en virtud de su participación, cómplice y activa, en el evento. No puede ser de otra manera: un buen aprendiz de chamán debe llegar al salto por sí mismo, si es que se desea para él la misma maestría de aquél que, incluso sin que el aprendiz lo sepa, lo está guiando. Horacio puede poner a sus amigos al alcance del espíritu tantas veces como quiera; pero el espíritu, como es sabido, sopla donde quiere.
Una vez establecida la precisa caracterización de Horacio como chamán, la traslación analógica de este episodio al dominio más amplio de Rayuela no resulta un problema, pues fácilmente encontramos a lo largo del libro de Cortázar los mismos expedientes que Horacio aplica a sus hojas secas. En primer lugar, la deriva de Horacio por los muelles del Sena es tal como el swing creativo de Cortázar, ese “balanceo rítmico” que le acometía en su escritorio y que le permitía entrar en el trance creativo. De qué si no está hablando el narrador indeterminado del capítulo 82 -nuestro texto matriz- cuando dice:
Hay primero una situación confusa, que sólo puede definirse en la palabra; de esa penumbra parto, y si lo que quiero decir (si lo que quiere decirse) tiene suficiente fuerza, inmediatamente se inicia el swing, un balanceo rítmico que me lleva a la superficie, conjuga toda esa materia confusa y el que la padece en una tercera instancia clara y como fatal: la frase, el párrafo, la página, el capítulo, el libro.
En segundo lugar, don Horacio el Oscuro ejerce en el capítulo 84 tal como don Julio Florencio Cortázar en la vida real: tras tener su propia vivencia original del état second, ambos tratan de inducir al mismo a sus interlocutores, por mediación de su obra de fuerte carácter artístico. De qué si no está hablando Morelli, en el capítulo 79, cuando dice (las cursivas, por cierto, son suyas):
hacer del lector un cómplice, un camarada de camino. Simultaneizarlo, puesto que la lectura abolirá el tiempo del lector y lo trasladará al del autor. Así el lector podrá llegar a ser copartícipe y copadeciente de la experiencia por la que pasa el novelista, en el mismo momento y en la misma forma. Todo ardid estético es útil para lograrlo
En tercer lugar, el gesto horaciano de recoger las hojas y pegarlas en la lámpara es tal como la escritura cortazariana de un texto que pueda leerse desde dos estados distintos de conciencia, ante el cual “el lector queda invitado a elegir” desde su mismo inicio. El lector pasivo de Rayuela se mostrará tan indiferente como Ossip ante las rarezas formales de la obra, y en consecuencia la leerá desde el estado cognitivo ordinario, como si fuera una simple novela. En cambio, la reacción del lector activo y cómplice será –o debería ser- tan entusiasta como la de Etienne; a este otro lector, su predisposición a lo artístico le sitúa en condiciones de elevarse, por mediación del texto, hacia un estado excepcional y privilegiado, desde el cual se puede adivinar el Rayuela insólito. De qué está hablando si no Etienne en el capítulo 99, cuando dice:
Morelli cree que si los liróforos (...) se abrieran paso a través de las formas petrificadas y periclitadas, (...) harían algo útil por primera vez en su vida. Al acabar con el lector-hembra, o por lo menos al menoscabarlo seriamente, ayudarían a todos los que de alguna manera trabajan para llegar al Yonder. La técnica narrativa de tipos como él no es más que una incitación a salirse de las huellas.
Y finalmente, la actitud desapegada de Horacio al disponer el evento de tal modo que sus amigos puedan llegar a participar libremente en el mismo, según su vocación, es tal como el silencio de Cortázar con respecto a la existencia del Rayuela insólito. Una vez escrito el libro doble de Rayuela, su lector debe llegar al entusiasmo en virtud de su propia predisposición, como Etienne en el capítulo 84, más allá de todo lo que Cortázar haya dicho o haya dejado de confesar. Qué otra cosa si no pone al descubierto Horacio, en el capítulo 52, cuando piensa (la cursiva en el original):
Porque en realidad él no le podía contar nada a Traveler. (...) Hubiera tenido que hacerle sospechar a Traveler que lo que le contara no tenía sentido directo (¿pero qué sentido tenía?) y que tampoco era una especie de figura o de alegoría. La diferencia insalvable, un problema de niveles que nada tenían que ver con la inteligencia o la información…
Se trata, pues, de despertar la sospecha de lo que realmente subyace a la doble posibilidad de lectura de Rayuela: nada que ver con la inteligencia o la información, sino un problema de niveles. ¡Un problema de niveles! ¡Horacio dixit, Rayuela monstrat, Cortázar concepit! ¿No sería esto lo más parecido a una «prueba convincente» para la Teoría del Entusiasmo? ¿Qué podría replicar aquí mi jovellanista hómbrico, de no haberse ido ya, abrumado, hace un buen rato? En todo caso, creo haber dejado claro que los compases iniciales del capítulo 84 se prestan perfectamente a una correspondencia analógica con el texto entero en que se integran, también cuando ponemos en juego el particular rol «chamánico» que ejerce Cortázar como escritor de Rayuela.
Así pues, definitivamente, el breve episodio consignado por Horacio al principio del cap. 84 se presenta como un estupendo ejemplo para nuestra “vía positiva”; nos encontramos ante uno de esos momentos en los que el autor de Rayuela puso de manifiesto la necesidad de una dualidad perceptiva por parte de sus lectores, que se correspondiese adecuadamente con la dualidad compositiva de su libro.
El puñetazo cósmico de Julio Cortázar
Hilando de feuille en aiguille, hemos visto cómo el episodio consignado al inicio del capítulo 84 constituye una audaz referencia al libro doble de Rayuela tal como se lo entiende desde la Teoría del Entusiasmo. Pero si nos quedásemos aquí, pronto nos veríamos sometidos a un nuevo procedimiento de «vía negativa» para denunciar nuestras omisiones, como ya ha sucedido en alguna otra ocasión; lo que nos obliga a darle a toda la cuestión una nueva vuelta de tuerca. Y es que en el inicio del capítulo 84 hay, efectivamente, un todavía más de sentido, donde se encuentra quizá lo más importante. Una vez establecida su analogía con el conjunto de Rayuela, a través del mismo episodio podemos llegar a ver cuál pudo ser el propósito que movió a Cortázar a escribir una obra disponible simultáneamente en dos estados distintos de la conciencia.
Esas mismas hojas recogidas por Horacio en el Quai habían oscilado antaño al capricho del viento. Dejémonos llevar momentáneamente por la ensoñación: Verdes y rellenas de savia, henchidas de vida, recibían pocos meses atrás la cálida luz del sol en la cima de los árboles… Pero eso fue en el pasado; porque ahora, en el presente, están muertas y tiradas en el suelo, donde los hombres las pisan. Del mismo modo, las obras literarias de Occidente habían disfrutado antaño de una vida exuberante y feliz; pero eso pertenece al pasado, porque ahora, en el presente, han perdido toda su fuerza, y sirven tan sólo para mullir el caminar sin rumbo de los sujetos. ¡Las obras literarias de Occidente! Si mi jovellanista se burlaba antes de mí, al formular la primera traslación analógica, ¿cómo reaccionarán los demás jovellanistas hómbricos (cada uno tiene el suyo) ante este nuevo desatino de carácter alegórico?
Pero si es desatino, se trata de lo que don Juan llamaba un desatino controlado, que es prácticamente otra definición de mi entusiasmo. Por la alegoría se llega al fondo último al que remite la fábula de las hojas secas en el muelle del Sena, que por supuesto es el mismo fondo último al que remite el libro entero de Rayuela: el auténtico plano de reflexión en el que se insertaba el erudito y profundo Julio Cortázar cuando concibió su libro. Pero antes de entrar plenamente en ello, acabemos de perfilar la escena, que Cortázar construye mediante un alarde de recursos retóricos obsoletos: Por un lado tenemos al personaje Horacio Oliveira, que aquí se nos presenta como una figuración metonímica de su autor, Julio Cortázar. Por otro lado tenemos el Sena, ese río ancho y caudaloso que fluye por el corazón de París, en pleno centro espiritual de la Europa moderna: ese río es a su vez una figuración metonímica del Occidente. Y por último tenemos ese paisaje de hojas secas decorando los muelles: tópica figuración, también metonímica, del otoño, la estación de la decadencia.
En síntesis: la escena entera está retratando figuradamente a Cortázar caminando por los márgenes de la tradición literaria de la Modernidad, que está llegando lentamente a su invierno. Esta escena, con su despliegue de mecanismos figurativos, está mostrando prácticamente lo mismo que Morelli nos explica, en forma de tratado teórico, en el capítulo 116:
Acostumbrarse a emplear la expresión figura en vez de imagen, para evitar confusiones. Sí, todo coincide. Pero no se trata de una vuelta a la Edad Media ni cosa parecida. Error de postular un tiempo histórico absoluto: Hay tiempos diferentes aunque paralelos. En ese sentido, uno de los tiempos de la llamada Edad Media puede coincidir con uno de los tiempos de la llamada Edad Moderna. Y ese tiempo es el percibido y habitado por pintores y escritores que rehúsan apoyarse en la circunstancia, ser “modernos” en el sentido en que lo entienden los contemporáneos, lo que no significa que opten por ser anacrónicos; sencillamente están al margen del tiempo superficial de su época, y desde ese otro tiempo donde todo accede a la condición de figura, donde todo vale como signo y no como tema de descripción, intentan una obra que puede parecer ajena o antagónica a su tiempo y a su historia circundantes
Para un Cortázar situado, por su sensibilidad, al margen de la cultura dominante de su tiempo, los autores modernos pueden seguir escribiendo estupendas novelas, nuevos y exitosos libros, pero todo ello es, en el fondo, más de lo mismo: en el fondo, la idea de novela, la idea de libro, la misma idea de literatura, hace demasiado tiempo que no cambian: Para él no son más que hojas caídas del árbol: a esas ideas, una vez pasados el vigor de la primavera y el fulgor del verano, el espíritu las ha abandonado, y hoy en día los hombres como él ya no encuentran en ellas alimento para su alma. Los hombres del siglo XX las pisan en el curso de su deriva hacia ninguna parte, o hacia la consunción definitiva: es necesaria ya una renovación, el inicio de un nuevo ciclo. El escritor lo plantea en sus debidos términos en el capítulo 79, nuevamente a través de Morelli, remontándose hasta los orígenes de la cultura occidental:
Desde los eleatas hasta la fecha el pensamiento dialéctico ha tenido tiempo de sobra para darnos sus frutos. Los estamos comiendo, son deliciosos, hierven de radioactividad. Y al final del banquete, ¿por qué estamos tan tristes, hermanos de mil novecientos cincuenta y pico?
Esta meditación de Morelli se corresponde fielmente con el primer movimiento de Horacio «mirando bien» la hoja seca que acaba de recoger en el capítulo 84. Y todo ello es propiamente la imagen de Cortázar mirando la novela, el libro, la literatura, y viendo en ellos, en primer lugar, ese “polvo de oro viejo”: oro, sí, pero en forma de polvo, y por añadidura viejo… Sobre todo -y paradójicamente- en la idea de novela, puesto que constituye el género literario moderno por antonomasia. Según Cortázar, profundo conocedor de la novela, en mil novecientos cincuenta y pico el género prácticamente ha dado de sí todo cuanto podía dar. No es una opinión espontánea, sino largamente meditada; se remonta por lo menos hasta 1947, cuando escribió el ensayo publicado póstumamente bajo el título “Teoría del túnel”, y cuyo segundo párrafo decía lo siguiente:
Desde ya: pretender explicarse la fisonomía contemporánea del hecho literario dentro de una línea tradicional donde el Libro, arca de la Alianza , merece un respeto fetichista del que la bibliofilia es signo exterior y la literatura sostén esencial, conduce al desconocimiento y malentendido del entero clima “literario” de nuestros días, malogra el esfuerzo inteligente pero no intuitivo de buena parte de la crítica literaria que se mantiene en las vías seculares por las mismas razones que lo hace la mayoría de los autores de libros.
La mayoría de los autores de libros… Pero en lo que se refiere a la novela, en particular, podríamos decir la totalidad de los autores. El capítulo 97 de Rayuela, que ya vimos en profundidad en nuestro primer expediente de «vía positiva», es claro y explícito con respecto a esto: En el siglo XX, si por un lado la continuidad del género con respecto al siglo XIX (“more Durrell”) no es más que pura autocomplacencia, tampoco los novelistas más originales e innovadores (“more Musil”, “more Beckett”) han logrado rebasar el marco gnoseológico propio del “pensamiento dialéctico”. Para Cortázar, que sí pretende ir más allá de ese marco, ni tan sólo autores de la talla de Samuel Beckett, Robert Musil o James Joyce (¡ni tan sólo Joyce, señor Lezama Lima!) han conseguido disipar nuestra tremenda tristeza de seres occidentales. El problema está en la misma idea de novela: “Como todas las criaturas de elección del Occidente, la novela se contenta con un orden cerrado” (cap. 79). Para todos los novelistas, ya sean continuistas o innovadores, sigue vigente una misma concepción de lo literario, dentro de cuyos límites han surgido todos sus frutos.
¿Qué es este “pensamiento dialéctico”? Al principio del capítulo 147 de Rayuela aparece de nuevo el concepto: “¿Qué epifanía [en cursiva en el original] podemos esperar si nos estamos ahogando en la más falsa de las libertades, la dialéctica judeocristiana?”. Podemos dejar de lado lo de “judeocristiana”, del mismo modo que antes podríamos haber dejado de lado a los eleatas, ya que el problema de fondo no está ni en los unos ni en los otros. Pronto veremos que destacados miembros tanto de la filosofía griega clásica como del mundo judeocristiano están del mismo lado de Cortázar. En realidad es la dialéctica, que ya figuraba como responsable del delito en el capítulo 79, a quien tenemos al otro lado del ring; pero la dialéctica elevada, en la Modernidad, a descripción única del mundo. La Dialéctica Absoluta.
Sin embargo, no termina aquí la profunda meditación de Cortázar. Nuestro autor no sólo establece un diagnóstico hondamente pesimista del estado espiritual al que ha llegado la cultura occidental, sino que también ofrece una solución. No todo está perdido: por debajo del polvo de oro viejo, en un segundo movimiento del pensamiento de Horacio, en esas hojas secas se perciben también “unas tierras profundas”; y ése es el humus donde puede germinar -y tal vez crecer- una nueva y nutritiva idea de la literatura, de la cultura y del hombre. En consecuencia, tal como Horacio lleva las hojas secas a su habitación, y las pega a la lámpara, Cortázar hace lo mismo con la idea moderna de literatura, llevando la novela muerta a su escritorio e invistiéndola con una nueva luz. En el mismo capítulo 79:
Una tentativa de este orden parte de una repulsa de la literatura; repulsa parcial puesto que se apoya en la palabra, pero que debe velar en cada operación que emprendan autor y lector. Así, usar la novela como se usa un revólver para defender la paz, cambiando su signo. Tomar de la literatura eso que es puente vivo de hombre a hombre
Es preciso entender esto: Nuestro escritor no convierte la novela en otra novela. De la misma manera que Horacio, con las hojas secas, transformaba un objeto inane en otra cosa -una vibrante obra de arte-, Cortázar convierte un inane género literario en otra cosa -un nuevo y vibrante libro-; y ello lo consigue –y aquí está el quid de la cuestión- por mediación del salto a un nuevo y superior registro cognitivo. Este salto, que para las hojas secas de Horacio se producía desde «lo cotidiano» hasta «lo artístico», para la idea de novela se produce desde «lo dialéctico» a «lo trascendente», o también -usando la antigua terminología de la “Teoría del Túnel”- desde «lo estético» hasta «lo poético».
Pero digámoslo quizá mejor en términos de Mircea Eliade, que se presenta a estas alturas como un referente idóneo: Cortázar opera una ruptura de nivel sobre las ideas modernas de novela, de libro, y de literatura, ruptura que las lleva desde el plano más cotidiano y extendido de lo profano hasta el plano superior y extraordinario de lo sagrado. Frente a la tradición dialéctica dominante y hegemónica, Cortázar propone para la literatura un estrato cognitivo superior, lo poético, que en su concepción cumple las mismas funciones de lo sagrado. El capítulo 116, que antes hemos dejado inconcluso a posta, continúa del siguiente modo:
escritores que rehúsan apoyarse en la circunstancia, ser “modernos” en el sentido en que lo entienden los contemporáneos (…) intentan una obra que puede parecer ajena o antagónica a su tiempo y a su historia circundantes y que sin embargo los incluye, los explica, y en último término los orienta hacia una trascendencia en cuyo término está esperando el hombre.
¿En qué se basa esa trascendencia que Cortázar propone para la entera literatura? ¿En qué consiste exactamente «lo sagrado» cortazariano? El episodio del capítulo 84 es precisamente una magnífica ilustración de esta cuestión: Se trata, en última instancia, de provocar el entusiasmo de todos los Etienne del mundo. Es decir; la nueva obra de arte debe constituir un puente entre la experiencia viva de un état second por parte del autor y la misma vivencia -“agigantándose, quizá, y eso sería maravilloso” (cap.79)- por parte de cierto tipo de lector. ¿Acaso no es esto como recuperar la idea original de libro –el Libro Original: el libro sagrado-, para recuperar lo que éste nunca debería haber perdido a lo largo de la historia, es decir, la posibilidad real y efectiva de elevar el espíritu de todo hombre que tenga vocación de trascendencia?
La posibilidad real de la trascendencia es el verdadero telón de fondo de esa «conversación llamada Rayuela» que Julio Cortázar sostenía imaginariamente con su amigo –¡y maestro!- Fredi Guthmann, a su vez discípulo de Rahana Maharshi. Y la posibilidad real de la trascendencia es el profundo ámbito de sentido en el que la recepción de Rayuela hubiera podido echar el ancla, de no haberse malinterpretado y reducido –dialécticamente, por supuesto- el mayor texto de nuestro escritor. Fijémonos ahora en ese otro término, tan hermoso, que el propio Cortázar subrayaba en el cap. 147: Epifanía. ¡Qué palabra tan ajena al universo de sentido de la novela moderna! En la Modernidad, la epifanía -la manifestación de lo divino- tan sólo puede pensarse ya desde sus márgenes (en un Quai del Sena, por ejemplo). Por el contrario, la palabra “epifanía” aparece hasta tres veces en Rayuela (dos en el cap. 18, una en el 147), a lo que podemos sumarle las dos apariciones, ambas en el cap. 79, del término cortazariano “antropofanía”. La epi-antropo-fanía: esto es precisamente lo que Cortázar espera lograr con su nueva concepción de lo literario; la manifestación de lo divino que hay en lo humano. Es la trascendencia, el acceso a una dimensión más elevada del Ser, a quien tenemos a este lado del ring, en el lado cortazariano, dispuesta a enfrentarse pugilísticamente con la moderna concepción totalitaria de la dialéctica. ¡La pelea del siglo, con el Campeonato Mundial en juego: la Dialéctica Moderna contra el en-thous-iasmus, contra el-dios-dentro-de-nosotros!
A este respecto nos interesa el final de ese capítulo 147, donde Cortázar acaba expidiendo su receta milagrosa ante tanta dialéctica moderna:
Tener el valor de entrar en mitad de las fiestas y poner sobre la cabeza de la relampagueante dueña de casa un hermoso sapo verde, regalo de la noche, y asistir sin horror a la venganza de los lacayos.
Lo cual quizás podría significar cualquier cosa, si no fuera porque este mismo capítulo 147, pero ahora en el Manuscrito de Austin (una versión primitiva de Rayuela), se nos da la clave de lo que Cortázar entendía por un sapo verde:
¿Será ya la hora de inventar el verdadero entusiasmo que los inteligentes de la tierra ahogan con razonables sensateces? Platón, San Agustín, Giordano Bruno, Hölderlin: pero [ojo] que esos nombres no sean un programa. No se es platónico sin ir contra Platón. Quememos al nolano, encerremos al cantor del Neckar; y sobre todo arrasemos estas tres menciones por putas, por rameras palabras, por literatura, por historia, por tradición, por alto ejemplo, por tentativa de soborno y de cohecho. Tabla rasa, a empezar de nuevo. Los dioses son otra cosa, nosotros somos los dioses desterrados, no es ninguna novedad. Entre ellos y nosotros, hay la distancia infinita de un espejo, se necesita liquidar el espejo, pero hay que inventar el puñetazo cósmico que lo pulverice, que haga y una la medalla, haga del anverso y del reverso de la medalla una misma realidad. Tarea oscura, en miseria de tantas muertes para encender la primera chispa.
Aquél misterioso “sapo verde” no es otro que el “verdadero entusiasmo”, ese “regalo de la noche” de los tiempos que arrebatara otrora a Platón (filósofo griego), a San Agustín (autor judeocristiano) y a Giordano Bruno (científico) ¡Y a Hölderlin, el primer poeta moderno que quiso dar, desesperado ante los prosaísmos de su época, un salvador “paso atrás”! Esos cuatro personajes son pruebas históricas de que la dialéctica no tiene por qué negar la trascendencia. ¿Y quién puede ser, en este panorama, la “relampagueante dueña de casa”? No es otra que la concepción moderna ya no de la Novela, ya no del Libro, ya no de la Literatura, sino de la Realidad misma. La reina de las fiestas del Occidente actual es en realidad la Dialéctica Absoluta, “la más falsa de las libertades”, un orden cerrado típico del pensamiento occidental. En términos cortazarianos, la Gran Costumbre.
Desde la perspectiva de la Teoría del Entusiasmo, la Gran Costumbre denunciada persistentemente por Cortázar consiste en la fatal y sumisa aceptación de que la realidad disponible desde el nivel ordinario de la conciencia constituye la mejor realidad posible, cuando no la única. Porque esa dialéctica moderna que gobierna hegemónicamente todo el Occidente ha intentado reducir la realidad, de forma sistemática e implacable, a un solo plano de manifestación: aquél que puede manejarse desde una concepción totalitaria, excluyente e intrascendente de lo racional, dejando fuera de ese cauce al verdadero entusiasmo, y por lo tanto también al Espíritu. Es esa concepción totalitaria de la dialéctica lo que ha dejado el mundo occidental como un triste paisaje de hojas secas, imponiendo por doquier la sensata y castrante idea de una Realidad Unidimensional. A ese paisaje sembrado de hojas muertas Cortázar opuso la alternativa de una realidad y de una conciencia radicalmente heterogéneas, único paisaje en el que puede existir la posibilidad efectiva de una elevación. Y lo hizo, por supuesto, de una manera no dialéctica: ¡Rayuela no es una obra dialéctica!
Para romper con esa Gran Costumbre quedó, mi querido Cortázar, tu “puñetazo cósmico”: Rayuela.
Pero ¿llegaste a creer en algún momento que era ésa la hora de re-inventar el verdadero entusiasmo? ¿Cuál ha sido hasta ahora el resultado de tus altas ambiciones? ¿Cuál ha sido, a fin de cuentas, el destino reservado a tu «Hojas secas en lámpara»? ¿Cómo iba a experimentar tal entusiasmo este público moderno para el que todo lo que existe se limita, al parecer, a un único nivel de realidad? Tu Rayuela insólito, tu libro no-dialéctico ¿no empezó más bien a ahogarse, apenas recién publicado, bajo las razonables y contumaces sensateces de los inteligentes de la tierra?
¡Casi! Lo que en el fragmento de tu capítulo 84 era “al otro día”, en la realidad histórica de Rayuela han llegado a ser, hasta la aparición de mi Expediente Amarillo en abril del año pasado, cuarenta y siete largos años. Durante todo ese tiempo, en esa gran casa que es la recepción de Rayuela tan sólo se habían presentado cientos de Gregorovius; pero por fin he aparecido, tal que un nuevo Etienne, tal que un Fredi redivivo, dejando atrás todas las novelas del mundo, para completar tu «conversación llamada Rayuela». ¡Prácticamente medio siglo ha pasado antes de que alguien percibiera, por fin, que tu gran obra no es una lámpara doméstica, si no un artilugio textual insólito, concebido conscientemente con el único propósito -C’est épatant, ça!- de permitir a su lector la experiencia de una ruptura de nivel!
El primer Etienne no ha aparecido hasta ahora, y se ha encontrado en una habitación ya sin Horacio, pues el “pobre shamán con calzoncillos de nylon” descansa apaciblemente y para siempre en Montparnasse. Pero sus hojas siguen ahí, pegadas a la luz de la lámpara, a la vista de todos; sólo hace faltar mirarlas bien. Y quien ahí dice «Etienne» dice todo aquél capaz de ver, donde los demás tan sólo perciben la tan conocida novela, la extraordinaria belleza (“como una flecha de abejas”) del Rayuela insólito. Quien ahí dice «Etienne» dice todo aquél dispuesto a excentrarse, a desaforarse, a descubrirse para llegar por fin a experimentar, por mediación del texto de Cortázar, una verdadera antropofanía. Quien ahí dice «Etienne» dice todo aquél capaz de saltar por encima de la barrera epistemoclina para llegar al territorio de la incognosfera: tal como hiciera en su momento François Mireur; o en el suyo Carlos Castaneda; o en otro momento el protagonista ficticio de “Los pasos en las huellas”; o finalmente, en estos días, yo mismo. ¿Acaso serás tú, amigo lector, el siguiente en esa lista? ¿Quizás haya llegado por fin, hermanos del dos mil once, ahora ya sí, la hora del verdadero entusiasmo?
(c) Jorge Fraga
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