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Hoy en día, ninguno de los críticos de Rayuela cuestiona que tal libro sea una novela. Sin embargo, en la página 44 del «Cuaderno de Bitácora», Cortázar escribió: “De ningún modo admito que esto [es decir, Rayuela] pueda llamarse una novela”. Y no es el único lugar en que el escritor dice algo parecido, ya sea durante su elaboración, ya sea después de publicarlo. ¿Qué cabe pensar de ello? Una de dos: o bien se equivocó entonces Cortázar, o bien se equivocaron después sus críticos. Yo me inclino por esta segunda opción; en consecuencia, voy a hablar de Rayuela en masculino, no como novela, sino como libro insólito.
¿Y en qué se diferencia Rayuela de una novela? Habría distintos modos de abordar el asunto, pero en este artículo voy a cargar las tintas en uno solo: el particular estatuto que adquiere el escritor en esa obra. Y es que en Rayuela, Cortázar no ejerce como novelista, sino más bien como chamán. Es decir: su principal propósito no es el de distraer, divertir, ilustrar o ni siquiera asombrar a su lector; sino el de provocar en su lector una alteración de conciencia, lo que Mircea Eliade denominaba una ‘ruptura de nivel’, un vuelo mágico.
En el capítulo 82, Cortázar/Morelli se tacha a sí mismo de «pobre shamán blanco»: es como si en esa declaración Cortázar se postulara a sí mismo como “don Julio”, un chamán equivalente, avant-la-lettre, al don Juan de Carlos Castaneda. Don Julio Florencio Cortázar: un shamán; bien. Y blanco; de acuerdo. Pero ¿por qué ese conmiserativo pobre? Sólo al final de este artículo estaremos en condiciones de contestar a esa pregunta.
Para ello nos centraremos en el análisis de otro capítulo de Rayuela, el 97, que plantea el mismo tema aunque de una forma menos sintética que en el capítulo 82. El 97 empieza diciendo: “A Gregorovius, agente de fuerzas heteróclitas, le había interesado una nota de Morelli”, y a continuación se nos presenta la nota en cuestión, que va a constituir el principal objeto de mi análisis. Por razones expositivas, voy a dividir esta nota de Morelli en tres períodos, el primero de los cuales es el siguiente:
“Internarse en una realidad o en un modo posible de la realidad, y sentir cómo aquello que en una primera instancia parecía el absurdo más desaforado, llega a valer, a articularse con otras formas absurdas o no, hasta que del tejido divergente (con relación al dibujo estereotipado de cada día) surge y se define un dibujo coherente que sólo por comparación temerosa con aquél parecerá insensato o delirante o incomprensible. Sin embargo, ¿no peco por exceso de confianza? Negarse a hacer psicologías y osar al mismo tiempo poner a un lector –a un cierto lector, es verdad- en contacto con un mundo personal, con una vivencia y una meditación personales... Ese lector carecerá de todo puente, de toda ligazón intermedia, de toda articulación causal. Las cosas en bruto: conductas, resultantes, rupturas, catástrofes, irrisiones. Allí donde debería haber una despedida hay un dibujo en la pared; en vez de un grito, una caña de pescar; una muerte se resuelve en un trío para mandolinas. Y eso es despedida, grito y muerte, pero, ¿quién está dispuesto a desplazarse, a desaforarse, a descentrarse, a descubrirse?”
¿Qué otra cosa está haciendo aquí Cortázar, sino describir ese oficio de chamán al que se alude en el capítulo 82? Un oficio que, en este capítulo 97, no está puesto en práctica; este breve texto es tan sólo una clase teórica. La clase práctica, el verdadero ejercicio de extrañamiento, el verdadero viaje a otra dimensión de la conciencia, se produce a través de la lectura de Rayuela. Cortázar deseaba que su lector viviera en esa lectura lo mismo que él había vivido al escribir el libro. Él llegaba a esa otra dimensión de la conciencia a través de lo que denominaba swing, una especie de trance creativo; y quería que el lector llegase ahí mismo, a su vez, mediante el desplazamiento, el desaforo, el descentramiento, el descubrimiento: en mis propios términos, mediante el entusiasmo. El salto de conciencia que produce el entusiasmo es lo que le permite al lector ponerse a la altura del swing de Morelli. En el Rayuela insólito, lo más importante no es que el lector se distraiga, se divierta o se asombre: sino que se eleve con las alas del entusiasmo. En el Rayuela insólito, el lector también cambia su estatuto:
Es, más bien, un aprendiz.
Esta diferencia en los estatutos del narrador y del lector está asociada a una diferencia en los contenidos de la obra. Morelli declara en ese primer período que su obra habla de “despedida, grito y muerte”, que serían los contenidos verdaderos de la misma; y no obstante, lo que se ve en ella es “un dibujo en la pared”, “una caña de pescar” y “un trío para mandolinas”. Estos últimos elementos son una metáfora de los contenidos de la novela: y los tres primeros, a su vez, son una metáfora de los contenidos del libro insólito. Esa obra, entonces, tiene una doble naturaleza: por un lado tiene un contenido vivencial, que constituye el alma y la fuerza del libro insólito, y por el otro lado tiene una fachada, una novela, que muestra y al mismo tiempo oculta ras de sí aquél contenido vivencial.
Con todo esto encontramos expresado, en el interior mismo de Rayuela, lo que Cortázar ya planteaba en lo que yo denomino la “carta delatora”, una carta escrita a su amigo Jean Barnabé en 1960: Rayuela tiene en su interior algo distinto (la repetición de un episodio, que es también la crónica de una locura) a lo que constituye su fachada (una historia lineal). Un solo libro, con dos dimensiones distintas de sentido. E insisto: la forma de acceder desde una dimensión a la otra de ese sentido, el salto que permite pasar de un trío para mandolinas hacia la muerte, es un desaforarse, un excentrarse; un cambio de estado de conciencia. La vivencia de una locura equivalente a la que vivió el autor al escribir su libro. Lo cual se dirige únicamente “a un cierto lector, es verdad”; esa salvedad que se hace en el texto es de lo más significativa: no se dirige al lector en general, sino tan sólo a aquél capaz de dejarse llevar por el entusiasmo.
En el tercer período de la nota (el segundo lo veremos más adelante), Morelli se repite:
“Por lo que me toca, me pregunto si alguna vez conseguiré hacer sentir que el verdadero y único personaje que me interesa es el lector, en la medida en que algo de lo que escribo debería contribuir a mutarlo, a desplazarlo, a extrañarlo, a enajenarlo.”
Este tercer período insiste en la misma idea desplegada por el primero. De este modo, aunque el tono general de la nota –como el de todo Rayuela, de hecho- es un tanto elusivo y ambiguo -es decir: oscuro-, hay algo que queda claro: por encima de todo, se trata de que cierto lector cambie, de que acceda a ‘otro estado’, a través de la lectura del libro. Por dos veces se nos dice que el lector real de Rayuela está invitado a ser el protagonista de la verdadera trama de la obra, que es el acceso a otro estado de conciencia.
Vayamos ahora al segundo período:
“Las formas exteriores de la novela, pero sus héroes siguen siendo los avatares de Tristán, de Jane Eyre, de Lafcadio, de Leopold Bloom, gente de la calle, de la casa, de la alcoba. Para un héroe como Ulrich (more Musil) o Molloy (more Beckett) hay quinientos Darley (more Durrell). Por lo que me toca...”
Fijémonos en que, hasta este momento, en el capítulo se había hablado de “lectores”, y por lo tanto se sobreentendía que Morelli se dedica a la escritura: pero hasta ahora no se había hecho referencia alguna a la novela como género. Este nuevo período sí hace mención expresa a la cuestión: de ahí se deduce que las ambiciones de Morelli guardan relación con la novela. Pero debemos entender que “guardan relación” no significa lo mismo que “incumben exclusivamente”; el asunto es que, en la obra de Morelli -o sea la de Cortázar con Rayuela-, escritura y novela no coinciden exactamente.
“Las formas exteriores de la novela...”; si hay formas exteriores, debe ser porque también las hay interiores: se repite aquí, por tanto, la idea de una doble naturaleza del libro. Podemos entender de ahí que el dibujo en la pared, la caña de pescar y el trío para mandolinas, en tanto que formas exteriores, en tanto que fachada de la obra, conforman una novela. En cambio, la despedida, el grito y la muerte se dicen desde otras formas, desde un más allá de la novela. Así pues, la tarea escritural de Morelli trasciende, en último término, los límites propios de ese género.
Morelli cita ahí a Lawrence Durrell, a Samuel Becket y a Robert Musil: los tres son novelistas, aunque no todos ostentan un mismo rango. Durrel es para Cortázar un ejemplo ilustrativo de autor de ‘novela rollo’, de los que hay multitud. Los otros dos son miembros eminentes de la línea prospectiva de la novela, la que más valora el escritor argentino; y estos otros son una minoría. Para Cortázar, Durrel es un mero continuador de formas periclitadas del género, mientras que Beckett y Musil constituyen su punta de lanza, la vanguardia que abre nuevos senderos expresivos para la novela. Con Beckett y con Musil, y con los pocos que son como ellos, la novela ya está expresando todo lo que puede llegar a expresar el género a mediados del siglo XX. ¿Acaso se puede ir más allá de ellos?
Y sin embargo, efectivamente, la tarea de Morelli no sólo va más allá de la de un Lawrence Durrell, sino que también va más allá de la de un Beckett o un Musil. Al decir “por lo que le toca”, Morelli se distingue tanto de los unos como de los otros: él va por otro lado. Y puesto que Becket o Musil son la punta de lanza del género, la tarea de Morelli sólo puede ir más allá que ellos porque trasciende los límites del mismo.
Pero la pregunta es ¿cómo se puede ir más allá de la novela, género proteico como ninguno? Esa es la pregunta del millón, y eso es precisamente lo que los períodos primero y tercero se encargan de subrayar con su reiteración: lo que diferencia la obra de Morelli/Cortázar de la de un Beckett o un Musil es que sólo en la primera se convoca al lector a emprender un vuelo mágico con el autor. Sólo en la obra de Cortázar el autor es equiparado con un chamán. El primer y el tercer períodos envuelven al segundo con la repetición de su mensaje, para asegurar que no se pierda: sólo en Rayuela se quiere llevar al lector al entusiasmo, entendido éste en su sentido original de estar poseído por el dios.
Sólo así se puede entender que el «Cuaderno» diga: “De ningún modo admito que esto pueda llamarse una novela”; definitivamente, la obra de Morelli ya no es una novela, es otra cosa. En el Rayuela insólito se ha atravesado una línea invisible. Un chamán, por más blanco que sea, no escribe novelas: escribe, cuando lo hace, otro tipo de libros. Libros oscuros, aparentemente absurdos, incomprensibles: iniciáticos. El Rayuela insólito es un libro iniciático. Llegados aquí, ya casi estamos en condiciones de responder a la pregunta inicial sobre por qué Cortázar es un pobre chamán; sólo falta un pasito más. Volvamos una vez más al capítulo 97.
“Por lo que me toca, me pregunto si alguna vez conseguiré hacer sentir que el verdadero y único personaje es el lector, en la medida en que algo de lo que escribo debería contribuir a mutarlo, a desplazarlo, a extrañarlo, a enajenarlo.”
Aquí termina la transcripción de la cita de Morelli hecha por Gregorovius. Pero el capítulo, ahora de la mano de Cortázar, todavía continúa dos líneas más:
Pese a la tácita confesión de derrota de la última frase, Ronald encontraba en esta nota una presunción que le desagradaba.
En la última frase de su nota, Morelli se preguntaba si “alguna vez” conseguiría su propósito; no lo daba por hecho, en absoluto, más bien al contrario. A su vez, en esta coda del capítulo, Cortázar subraya que en ese “alguna vez” se encuentra la “confesión de una derrota”. Aquí tenemos otra repetición, o sea, otra luz en la oscuridad: lo que doblemente se está señalando ahora, por parte de Morelli y de Cortázar, es que la recepción entusiasta e innovadora de su libro es una cosa altamente improbable, y que el tremendo esfuerzo creativo vertido ahí por su autor puede estar abocado al fracaso comunicativo. Los lectores seguirán percibiendo Rayuela como un trío de mandolinas, porque el Rayuela insólito, definitivamente, debe ser un libro demasiado difícil y oscuro para ellos. Detrás de la fachada del libro hay un edificio vasto y espléndido; pero ese edificio, sumido como está en la oscuridad textual, quizás no llegue a verlo nadie.
Y esa es, por fin, la razón de que Morelli se considere a sí mismo un “pobre” chamán: probablemente, se trate de un chamán sin aprendices, sin seguidores. Este chamán es pobre por cuanto no puede transmitir a nadie su conocimiento de las rutas del alma, aquellas que él ha sondeado como un pionero en sus transportes rítmicos hacia un más allá de la novela. El viaje que don Julio propone quizá sea un vuelo al que nadie, logre acceder. El lector cómplice de Rayuela debería ser como el Carlos Castaneda de don Juan Matus: alguien capaz de saltar a lo desconocido. Pero esos lectores no abundan; quizá, acaso, ni existan.
Un don Julio sin su Castaneda, sin su aprendiz/reportero, ¿dónde queda? Nadie lo sabrá nunca, porque nadie habrá dejado constancia escrita de ese viaje. De esta forma, el Rayuela insólito, el libro que va más allá de una novela, quedará en cambio, y quizá para siempre, como la novela Rayuela; novela extravagante, sí, novela extraordinaria, también, novela como ninguna, incluso, pero en todo caso un libro aprisionado dentro de los límites del género. De este modo, y pese al enorme esfuerzo creativo de Cortázar, los lectores del siglo XX -y del XXI- no habrán superado ese marco literario heredado del siglo XIX.
El Rayuela insólito e iniciático es como el peyote; la novela de Rayuela, en cambio, como un té verde. El té verde es estimulante, excitante incluso; pero nunca hasta el punto de transportarnos a otra dimensión de nuestra conciencia. No es una sustancia que se toma en medio del desierto, de lo desconocido; sino una bebida caliente que se sorbe en el sillón de la propia casa, disfrutando del confort de lo conocido. Don Julio, pobre chamán blanco, sospecha que ése sea el destino último de su obra, lo teme: té verde para todos, peyote para nadie. No conseguirá arrancar a nadie de la comodidad de su sillón. Su libro ofrecerá únicamente un dibujo en la pared, una caña de pescar y un trío para mandolinas, en vez de despedida, grito y muerte. Será una novela más, en vez de un libro insólito. Y con todo ello el chamán Don Julio Florencio Cortázar acabará siendo derrotado finalmente por el novelista Julio Cortázar. Los dones proféticos de Cortázar se cumplen, una vez más: a día de hoy, cuarenta y ocho años después de la publicación de Rayuela, con una unanimidad absoluta de los críticos para considerar la obra en femenino, como novela, se puede confirmar esa derrota como algo consumado.
*[Este artículo es una adaptación para Archivos del Sur de otro publicado en noviembre de 2010 en el blog ELEMENTOS PARA UNA TEORÍA DEL ENTUSIASMO, bajo el título “La vía positiva (1): Exégesis del capítulo 97”. Agradezco a Araceli Otamendi la oportunidad de publicarlo en su revista]
(c) Jorge Fraga
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